AUTORES: José Solís de los Santos
TITULO: Libros y bibliotecas renacentistas
TIPO DE PARTICIPACIÓN: Conferencia.
CONGRESO: La Edad Media y el libro. Seminarios de Septiembre.
PUBLICACIÓN: s/p. https://www.academia.edu/9076634
LUGAR DE CELEBRACIÓN: Facultad de Filología: Universidad de Sevilla, 1998. 28/09/1998.

No sé si por guardar la simetría cronólogica, de igual forma que se ha abierto este ciclo de conferencias con una disertación sobre El libro en la Antigüedad grecolatina, se va a cerrar con esta intervención mía acerca del libro en los comienzos de la Edad Moderna, pero, sea como fuere, parece coherente y apropiado que en un seminario que lleva por título la Edad Media y el Libro, al margen de sujecciones a la estricta periodización tradicional de la Historia, se haga alguna referencia a la época en que la reproducción del texto alcanzó su forma más perfecta, su forma definitiva, y, a mi modo de ver, insustituible.

Pues hablar de libros y bibliotecas renacentistas implica necesariamente hablar de la imprenta, y aun a riesgo de caer en obviedades, merecerá destacarse una vez más el cambio que el arte tipográfica supuso en la concepción del saber y en la transmisión y conservación del conocimiento.

Gracias a la imprenta se opera una interiorización definitiva de la lectura -pues como está bastante probado, desde la Antigüedad y hasta bien entrada la Edad Moderna la única forma de lectura generalmente practicada era en voz alta y en grupo- y se comienza a sentar las bases para una alfabetización generalizada.

La innovación radical de la imprenta fue el verdadero motor que impulsó los tres movimientos intelectuales, o si se quiere revoluciones, que caracterizan los inicios de la Edad Moderna, esto es, la renovación cultural del Renacimiento, el movimiento religioso de la Reforma y, algo más tarde, la revolución científica.

Nótese también que la producción en serie y la exoneración del hombre como principal fuerza de trabajo que caracteriza la llamada revolución industrial, que es la auténtica transformación por haberse operado en el plano social y económico, tiene su quizá modesto pero significativo atisbo en el cambio que comportó el paso del escritorio medieval, fuese monacal o laico y universitario, al taller de tipografía, donde la palabra escrita, que antes era reproducida individualmente por mano del copista, ahora se repite a placer y sin término por medio de las planchas de tipos móviles.

Así que ya que he echado mano a la palabra y el concepto de revolución para aludir a estos cambios históricos, podría hablarse de una revolución textual previa a esas otras revoluciones de índole intelectual: la cultural del Renacimiento, la religiosa que abanderó Martín Lutero, y la revolución científica que supuso la conjunción de la ciencia con la técnica y que dará pie al progreso tecnológico de la revolución industrial. De este modo tendríamos a la palabra, al texto, a la lengua, no sólo como ianua scientiarum, esto es, puerta de las ciencias, como proclamó la pedagogía de los humanistas acerca de la gramática, sino también, merced a su reproducción técnica, como ianua rerum novarum, como puerta de las revoluciones que jalonan la historia moderna.

Pero dejando a un lado estas obvias analogías surgidas por lo demás en la evidencia de que cualquier invención, hallazgo o inspiración humana o divina ha de ser comunicada y transmitida por la palabra, y en este caso escrita e impresa, hay que subrayar que es el libro impreso el fenómeno que incardina el eje entre la concepción de biblioteca en la Antigüedad y Medievo y el comienzo de las modernas ciencias bibliográficas, y por ello merece destacarse la coincidencia de la invención de la imprenta con el movimiento cultural del humanismo, en donde se generaron también una nueva idea del saber y una diferente concepción de la biblioteca.

Tal vez no podría haber sido de otro modo. Incluso a pesar de que pueda caerse en una perspectiva en exceso actualista, por medio de la cual los acontecimientos históricos pueden ser observados como ineludibles consecuencias de los hechos que precedieron, podemos destacar la coincidencia cronológica de esta invención de índole artesanal y tecnológica con el momento de plenitud del movimiento cultural que luego, desde la pedagogía alemana del XIX, conocemos como Humanismo.

Precisamente, uno de los rasgos de aquel incipiente humanismo que se desarrolló en el norte de Italia a finales del siglo XIII, el formado por los llamados prehumanistas paduanos, estriba en la aparición de colecciones privadas de libros que denotan un afán por la lectura por encima de intereses profesionales y académicos.

Desde Petrarca, es una constante en los humanistas aunar la condición de estudioso con la de ser coleccionista de libros, sobre todo de esos libros que van siendo descubiertos en los monasterios centroeuropeos o de los otros que le llegan del tambaleante Imperio Bizantino.

De este modo, crearon nuevas necesidades y enorme demanda de libros las prácticas pedagógicas del humanismo, que arrinconaron los manuales medievales y tardoantiguos, las llamadas artes, a favor de las obras de los auctores que se iban descubriendo. Todos los humanistas se entregan a la producción de sus propias obras, ya sea en forma de nuevos manuales de gramática o tratados de retórica, en forma de extensos y exhaustivos comentarios, cuando no a la publicación de sus discursos académicos o de aparato, o bien a la divulgación los otras facetas más literarias de su dominio, la filosofía moral, la poesía o la historia.

Los humanistas se convierten no sólo en los proveedores de las formas tipográficas que han permanecido, sino también en los más directos beneficiarios de las ventajas de la reproducción de textos.

En definitiva, el renacimiento de la cultura propiciado por el movimiento humanista necesitaba de un medio mucho más eficaz de difusión de sus obras, que aquella pujante industria y comercio del manuscrito que se había creado por la demanda de los grandes patronos renacentistas al calor de los nuevos hallazgos de manuscritos de obras clásicas. Piénsese que en los escasos cincuenta años en que se sitúa la producción de incunables se imprimieron muchísimos más libros que los que se llegaron a copiar manualmente en toda la historia de la escritura.

La celeridad de la implantación de la imprenta en comparación con la otra gran transformación del libro que se operó en la antigüedad, el paso del rollo al códice, estriba en la mayor demanda en la producción: la forma del códice no se impuso definitivamente hasta la proliferación de la literatura cristiana a lo largo de los siglos II al IV, a pesar de que ya detectamos la forma del códice en Marcial (1.2.3-4). No sin razón dijo Loefstedt que el latín conquistó el mundo por segunda vez por medio de la voz evangelizadora de la Iglesia Occidental. La primera había sido obra de las legiones y colonos romanos. ¿Podríamos, entonces, glosar la frase de Loefstedt de que el latín, convertido en lingua franca y de cultura por obra de los humanistas, llegó a conquistar el mundo por una tercera vez? Aun siendo una mera anécdota, es precisamente un humanista profesional, Martinus Waldseemüller, por medio de una obra escrita en latín, Cosmographiae Introductio (1507), quien dio al nuevo continente el nombre que lleva.

Pero, con este entusiasmo por los humanistas (uno termina creyendo en aquello de lo que come), no quiero decir que la invención de la imprenta se gestase al influjo de los círculos académicos y humanistas o la figura del humanista haya sido su directo inspirador ideológico.

El mismo silencio en que está envuelto, quizá para siempre, el inicio exacto del invento es una prueba de que una grey tan verbosa y tan hambrienta de gloria como eran los humanistas andaba bastante alejada de estos ambientes. Téngase en cuenta de que si en en el siglo XVI abundaron los impresores humanistas, tanto mejores impresores cuanto mayor era su erudición, el invento en sí es una cuestión artesanal, de arte mecánica o servil, opuesta a las artes liberales que están en el embrión de las disciplinas propiamente humanísticas.

Además, el humanista, en un primer momento, gusta de declararse reacio a la imprenta,  llevado más que por cierta pose elitista, por la reticencia hacia la nuevo que se manifiesta en mentalidades apegadas a las convenciones y creencias tradicionales.

Por ejemplo, el mismo Erasmo tilda los libros impresos de duces barbariei, conductores de la incultura, sin mucho convencimiento por lo demás, pues no dudó en hacer imprimir sus obras en los tórculos basilienses de su amigo Froben.

Por supuesto que la actitud del humanista frente al libro sigue siendo la misma jovial actitud que mantenía Plinio el Viejo: “No hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena”, que al ser divulgada por su sobrino en una de sus epístolas quedó como un lugar común del optimismo a ultranza de la erudición libresca. En tal contexto habría que encajar declaraciones tales como la de ser “aficionado a leer aunque sea los papeles rotos de las calles”, o el aserto de Gracián, en el que equipara lectura y experiencia: “No hay otro saber que el que se haya en los inmortales caracteres de los libros”.

Pero también es cierto que se dan algunos recelos ante la abundancia de libros provocada por la invención de la imprenta, que recuerdan aquella mordaz súplica de Ortega de que el mayor acto de caridad hoy día es “no publicar libros superfluos”, aunque ésta haya sido enunciada en una situación histórica totalmente diferente. Pues los recelos ante la proliferación libresca de la imprenta que manifiestan en ocasiones los mismos humanistas están motivados por una idea del saber que se representa el conocimiento como un todo cerrado y concluido, como un canon definitivamente establecido por la Antigüedad, y prestigiado por la influencia del concepto de lo clásico.

En esta mentalidad, pues, hay que inscribir las reservas ante la proliferación editorial que ya expresó en 1545 quien es considerado con todo merecimiento el padre de la bibliografía moderna, Conrad Gesner, en el prólogo de su Bibliotheca Universalis, cuando señala que la imprenta parece servir solamente para que se conozcan los libros inútiles y las tonterías (nugae) de los contemporáneos, quedando abandonados los más viejos y mejores.

Este lamento deviene en el otro tópico que tiene al libro como sujeto, el de la sobreabundancia nociva de libros, que por lo demás tiene también sus raíces en la literatura clásica, según vemos en autores de la época: como Saavedra Fajardo en el comienzo de la República literaria: «Habiendo discurrido entre mí del número grande de los libros, y de lo que va creciendo, así por el atrevimiento de los que escriben, como por la facilidad de la emprenta, con que se ha hecho trato de mercancía, estudiando los hombres para escribir, y escribiendo para granjear con sus escritos, ...» (República Literaria compuesta por don Diego Saavedra Fajardo, año 1612, ed. J.C. de Torres [Barcelona 1985], p. 69), o en las opiniones, no exentas de polémica literaria, que Lope de Vega va dejando caer en el diálogo entre el licenciado Leonelo y Barrildo en Fuente Ovejuna (1613): «Después que vemos tanto libro impreso / no hay nadie que de sabio no presuma [...] y aquel que de leer tiene más uso, / de ver letreros sólo está confuso. [...] Mas muchos que opinión tuvieron grave / por imprimir sus obras la perdieron» .

Ya el doctor Huarte de San Juan, en su Examen de ingenios para las ciencias, había aconsejado que a los que él denomina “entendimientos oviles”, “la república no había de consentir que escribiesen libros, ni dejárselos imprimir, porque no hacen más de dar círculos en los dichos y sentencias de los autores graves, y tornarlos a repetir; y hurtando uno de aquí y tomando otro de allí, ya no hay quien no componga una obra”.

En fin, no nos demos por aludidos. Pues parece evidente que, contextualizando el pasaje de Huarte de San Juan, hay en sus palabras una crítica a la bulimia publicista de los humanistas.

El término Humanismo y humanista, que hoy día está en alza con el halo romántico del perdedor, contiene un sentido lato que permite ostentarlo y detentarlo a cualquiera que se mueva en el amplio campo de una sólida y vasta posición cultural teñida de una vaga filantropía que, por lo demás, subyace también en la etimología del término.

El término humanista surgió en la época, finales del siglo XV en los ambientes académicos italianos, con una fuerte carga peyorativa que se resiste a abandonar el sentir común de la gente hasta la aparición y uso del sustantivo abstracto, Humanismo, por la historiografía del siglo XIX.

Para ilustrar esta opinión depreciativa de la que era objeto el humanista, me gustaría leerles el pasaje de esa especie de Biblia de la Edad Moderna que ironiza sobre la moda ya convertida en plaga de los comentarios eruditos de autores y autoridades, de los «librotes de lugares comunes», como se dice en su prólogo.

Don Quijote y Sancho se dirigen a la cueva de Montesinos acompañados por un hombre de letras primo de un personaje anterior:

       En el camino preguntó don Quijote al primo de qué género y calidad eran sus ejercicios, su profesión y estudios, a lo que él respondió que su profesión era ser humanista; sus ejercicios y estudios, componer libros para dar a la estampa, todos de gran provecho y no menos entreteminiento para la república. [...]

Le  va exponiendo y comentando a Don Quijote su currículum de inéditos, el último de los cuales es un documentado elenco de descubridores o inventores (el tópico del prótos heureté:s) o primeros usuarios de las cosas más diversas y peregrinas, una especie de Libro Guinness de los Records desde el punto de vista cronológico o una exacerbada depravación de la Quellenforschung, según se mire. [...]

Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a Virgilio Polidoro, que trata de la invención de las cosas, que es de gran erudición y estudio, a causa que las cosas que se dejó de decir Polidoro de gran sustancia las averiguo yo y las declaro por gentil estilo. Olvidósele a Virgilio de declararnos quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo, y el primero que tomó las unciones para curarse del morbo gálico, y yo lo declaro al pie de la letra, y lo autorizo con más de veinte y cinco autores, porque vea vuesa merced si he trabajado bien y si ha de ser útil el tal libro a todo el mundo.

       Sancho, que había estado muy atento a la narración del primo, le dijo:

       -Dígame, señor, así Dios le dé buena manderecha en la impresión de sus libros: ¿sabríame decir, que sí sabrá, pues todo lo sabe, quién fue el primero que se rascó la cabeza, que yo para mi tengo que debió de ser nuestro padre Adán?

       -Sí sería -respondió el primo-, porque Adán no hay duda sino que tuvo cabeza y cabellos, y siendo esto así, y siendo el primer hombre del mundo, alguna vez se rascaría.

       -Así lo creo yo -respondió Sancho-; pero dígame ahora: ¿quién fue el primer volteador del mundo?

       - En verdad, hermano -respondió el primo-, que no me sabré determinar por ahora, hasta que lo estudie. Yo lo estudiaré en volviendo adonde tengo mis libros y yo os satisfaré cuando otra vez nos veamos, que no ha de ser ésta la postrera.

Adviértase que Cervantes no nos presenta a un estéril académico encastillado en su cátedra, sino acaso a un humilde ratón de biblioteca empeñado en la no menos estéril tarea de descubrir la esencia de las cosas a través de averiguar su origen (vicio, si es lícito llamarlo así, que arranca de los presocráticos), pero también abierto, con demasiada ingenuidad, a cuantas sugerencias puedan resolver y completar sus insignificantes e inútiles investigaciones, y a descifrarlas con una inagotable confianza en los libros. Son cosas de Cervantes, cuya benévola ironía salva así a este ridículo personaje de la mera caricatura y del esperpento cruel.

Pero no he traído a colación el pasaje del Quijote sólo para amenizar mi discurso con ropaje prestado, sino también porque este último lance de la conversación de la inmortal pareja con el erudito majadero muestra ese rasgo de curiosidad universal que irá a caracterizar, porque precisamente ya lo caracterizaba, la forma de ser del humanista, por encima de sus estrictos objetivos académicos. Como dijo Borges en una ocasión, abundando en el contenido del conocido adagio terenciano, “Evidentemente, tengo muy poco que ver con los esquimales o con el Congo, pero la verdad es que hago todo lo que puedo para ser digno de la universalidad del mundo”.

Y también porque este pasaje del Quijote refleja bien a las claras que ese anhelo de saber universal se satisface plenamente en los libros.

Sin sus libros el humanista se ve como falto de sus herramientas, como un ser estólido: el libro es lo que le confiere un poder mágico, como cree el salvaje Caliban, el sirviente de Próspero el humanista de La Tempestad de Shakespeare.

Esta confianza en el saber trasmitido en los libros es una constante que enlaza la euforia libresca de aquella serie de humanistas entre Petrarca y Erasmo con la de los libertinos, o mejor librepensadores, de la Respublica litterarum, pues a pesar de los elementos disgregadores (Reforma, Contrarreforma, guerras de religión, implantación del Estado, pujanza de las lenguas vernáculas, fragmentación del saber enciclopédico en especializaciones), hubo un esfuerzo por lograr una nueva concordia basada en la unidad y solidaridad entre los doctos que devendrá en aquella comunidad del mundo de la cultura que proclamaba Erasmo en el primero de sus Adagia: “Entre amigos todas las cosas son comunes”. Y en este caso los libros, como hacía el poeta Virgilio según la Vita de Donato.

Este proverbio fue utilizado casi como lema por muchos humanistas, e incluso se pone de manifiesto en los discursos fúnebres en honor de algunos de ellos, lo que prueba que se sentía como un ideal más o menos utópico de concordia universal que conecta también con los principios irenistas de los que siempre ha hecho gala el humanismo.

La biblioteca se convierte en un centro vivo y pujante, en una especie de taller de estudiosos de las letras, lugar de comunicación e intercambio de ideas, y por eso, la clasificación de los libros, que se identifican con el saber, constituye una de las pasiones y obsesiones del humanista del Renacimiento y el tema de la organización y creación de biblioteca llega a convertirse en un lugar común de la erudición humanista.

Ya anteriormente, por parte de los humanistas italianos desde el mismo Petrarca, comenzaron a expresarse ideas y propuestas de fundar bibliotecas abiertas a los estudiosos, pues no sólo las consideran el principal instrumento del trabajo intelectual, sino también porque en el control de la institución bibliotecaria hacen ver una manifestación y ostentación del poder al mismo tiempo que el provecho de sus estados.

Petrarca fue el primer propietario de una importante colección de libros, la más importante de su época, que proyectó legar sus fondos de manuscritos a instituciones religiosas o políticas comprometiéndolas por este acto en la conservación, cuidado y acrecentamiento con el objetivo de convertirlos en biblioteca pública. Boccaccio, siguiendo la iniciativa de su amigo y maestro, legó sus fondos al convento agustino del Espíritu Santo de Florencia, ciudad donde comenzaron a surgir los studia humanitatis al amparo del entusiasta patronazgo del poder, que desde Palla Strozzi hasta Lorenzo el Magnífico fomentaron y poco menos que protagonizaron el nuevo movimiento cultural.

Es precisamente en la organización para uso público de los manuscritos de la biblioteca del convento florentino de San Marcos, adonde había ido a parar el legado del humanista Niccolo Niccoli, y que Cosme de Médici encargó al docto bibliófilo Tommaso Parentucelli, futuro papa Nicolás V, cuando se constata la más temprana y exacta formulación del contenido disciplinar de los humanistas: Acerca de los estudios de Humanidades, studia humanitatis, -dice en su informe el futuro papa-, esto es, cuanto se refiere a gramática, retórica, historia, poética y filosofía moral, creo que os son harto conocidas las que tienen importancia.

Me parece bastante significativa también, al hilo de lo que vengo diciendo, esta coincidencia de humanista y organización de biblioteca.

También en otras ciudades italianas se van formando bibliotecas públicas al incorporarse los fondos de autores grecolatinos y tratados de contenido humanístico que legaban los estudiosos del nuevo movimiento. De tal manera que, cuando Hernando Colón legó su biblioteca al Cabildo de la catedral de Sevilla, no seguía sino una tradición que había empezado en la misma cuna del Humanismo.

Esta vinculación, esta especie de simbiosis, del humanista con la biblioteca tuvo su expresión en pequeños tratados o digresiones, o bien descomunales elencos, que convierten al mundo del libro en una vertiente temática dentro del género didáctico tan propio de los humanistas.

Hay bastantes testimonios en obras de humanistas, que pusieron su erudición y empeño al servicio de esta demanda cultural de bibliotecas, o simplemente dieron a conocer sus pesquisas filológicas de carácter anticuario abordando un tema entonces en boga por medio de tratados específicos o como capítulos o excursos de una obra más amplia.

Pero hemos de pasar ese siglo para encontrar publicado el tratado más característico de este género parenético y erudito sobre biblioteca, el cual abarca y compendia elegantemente la mayoría de los datos que aparecen en los que precedieron; se trata de la breve publicación de Justo Lipsio, De bibliothecis syntagma (Amberes: Ioannes Moretus, 1602).

Rasgos comunes de estos breves tratados son la recopilación de toda clase de noticias o citas acerca de bibliotecas antiguas y contemporáneas, en las que no falta las concernientes a su ubicación y ornato, ni la mención y elogio de algunas bibliotecas particulares. Merece destacarse de estos compendios de lugares comunes sobre bibliotecas su carácter parenético, en los que, amén del argumento de utilidad púlica, no deja de recurrir al tópico renacentista de la inmortalidad por las letras.

Este concepto de la filología fundamental y casi exclusivamente erudito, que vindicaba como instrumento el saber enciclopédico y al mismo tiempo lo tenía como objetivo, produjo la nueva disciplina de la bibliografía, en demanda también de una necesidad cada vez más acuciante de organización y valoración de los datos y conocimientos de todo género que se difundían por medio de la imprenta.

Aparte de algunos precursores anteriores a la era tipográfica, se admite comúnmente que el iniciador de esta disciplina que aún no tenía su propia autonomía técnica ni tampoco su nombre, fue el médico y naturalista suizo Conrad Gesner. Gesner, que ha pasado a la historia de la ciencia por su contribución a la taxonomía botánica y a la metodología en otras ciencias naturales, dedicó grandes y prolongados esfuerzos a la elaboración de la Bibliotheca Universalis, el catálogo más completo de todos los escritores en las tres lenguas, latín, griego y hebreo, tanto antiguos como modernos hasta el tiempo presente, los publicados y los que se guardan en las bibliotecas, según se dice en el subtítulo.

La figura y la obra de Conrad Gesner ostenta la alta consideración en que se le tiene por haber marcado un hito en la historia de la bibliografía; y en ese sentido representa la más eficaz y provechosa conjunción del bibliógrafo con el sabio universal que propugnaba el Humanismo renacentista.

En efecto, los datos que presenta la bibliografía alfabética de su Bibliotheca Universalis, con sus resúmenes y extractos, con sus notas críticas sobre obras, autores e incluso ediciones, nos ofrecen una información próxima a los criterios actuales, a pesar de algunas inexactitudes justificables por el carácter peregrino de muchas de sus pesquisas.

También aplicó su talento taxonómico al maremagnum que en la transmisión del saber había provocado el invento de Gutenberg. En una segunda obra complemento de la Bibliotheca Universalis, las Pandectae o Partitiones universalis, Gesner presenta una organización por materias “según las artes y ciencias” en 21 clases generales que, a pesar de las concomitancias medievales de la división de las artes liberales y de la clasificación aristotélica de las ciencias, supuso un notable avance sobre lo que se había hecho anteriormente. Pues si bien es cierto que su organización bibliográfica está vinculada a la clasificación medieval de las ciencias, sentó los principios taxonómicos que vemos reflejados en posteriores clasificaciones.

Su concepción de la biblioteca pública como depósito y custodia del saber, como institución de carácter universal para el estudio sin ningún tipo de orientación pedagógica ni confesional esbozaría los fundamentos de la moderna bibliografía y biblioteconomía.

En este universalismo tolerante que no excluye a ninguno de «los principales autores que escriben sobre la gran diversidad de materias particulares y fundamentalmente sobre todas las artes y ciencias», estriba su gran diferencia con las cautelas y prohibiciones que se ejercían por parte de la Contrarreforma contra las publicaciones provenientes de los herejes.

La imponente obra bibliográfica de Gesner no sólo constituyó un modelo para continuadores e imitadores, sino que sirvió asimismo de referente antitético para quienes mantenían posiciones confesionales enfrentadas. La Bibliotheca de Gesner, aunque jamás fue publicada en territorio católico por ser autor íntegramente prohibido desde el Índice de Pablo IV de 1559, fue utilizada a fondo por los inquisidores en la confección de los «Indices de libros prohibidos»: a través del juego de referencias de las clasificaciones temáticas de Gesner, estaba allanado el camino para proporcionar los criterios de selección y exclusión de libros peligrosos, mágicos o simplemente heréticos.

Voy a dedicar ahora mi intervención a reseñar algunos opúsculos españoles en los que se plantea y expone la utilidad y el provecho para la comunidad de la creación de bibliotecas, y mediante algunos de los cuales se recaba del poder político su compromiso con la educación y la cultura, o bien se reflexiona acerca de los presupuestos teóricos y se detalla, casi siempre, una normativa de organización y gestión de las mismas.

En la mayoría de los casos, son escritos muy mediatizados por esa mentalidad contrarreformista y de contienda religiosa, pero al mismo tiempo demuestran una tradición bibliológica autóctona que se desarrolla paralelamente a las aportaciones europeas de este tipo y a veces se anticipa a éstas, manifestándose entonces estos autores como verdaderos precursores de esta técnica ancilar. Se trata, pues, de escritos específicos de carácter teórico y normativo, es decir, relativos a lo que hoy se denomina bibliología y biblioteconomía, menester humilde y accesorio pero que refleja tanto el ideal de saber plurifacético del Renacimiento como el afán de coleccionismo del Barroco, y perfila asimismo la idea de una biblioteca universal en la cual se reúne el saber alcanzado por el hombre trasmitido en los libros como culminación de la concepción de los humanistas que constituyó la visión filológica del mundo.

En este trabajo continúo, por mi exclusiva cuenta y riesgo, un proyecto inconcluso y olvidado que apareció en los primeros números de la Revista de Archivos Bibliotecas y Museos, por iniciativa del archivero don Toribio del Campillo, quien concibió una «Colección de Bibliólogos Españoles» donde tendrían cabida -son sus palabras- “trabajos inéditos o impresos de rareza grande, debidos a bibliólogos españoles, no sólo escritos en castellano, sino también en latín”. La posibilidad de ejercer el oficio con la edición de esos textos y de otros no incluidos en tal proyecto me ha llevado a interesarme y recopilar estos escritos.

Pero antes de empezar con la relación de estos autores, es obligatorio aunque solo sea mencionar la figura de Hernando Colón y la complejidad y riqueza de su biblioteca, que con sus 17.000 volúmenes registrados fue con mucho la más rica de la época. De sus directrices biblioteconómicas quedó constancia en el Memorial y en su Testamento, aunque no llegó a ejercer influencia alguna fuera del entorno hispalense, puesto que ni siquiera se le citó en ninguno de estos escritos en donde se hacía tanto alarde y acopio de erudición e informaciones bibliológicas.

Sus innovadores criterios bibliográficos han quedado plasmados en los diversos registros que fue elaborando a lo largo de una vida totalmente consagrada a los libros.

En el más importante de éstos, el denominado Abecedarium B, anotaba personalmente el nombre del autor, el título con notable exactitud, cada una de las partes del libro, el comienzo y el final, lugar y fecha de impresión, el tamaño; además constaba la ciudad donde lo había adquirido, su precio, y alguna otra circunstancia en que lo leyó.

El caudal de datos que aporta lo convierte en una fuente valiosa e inagotable tanto para el bibliógrafo como para el historiador de la cultura. Como ha ponderado el profesor Marín Martínez, que desentrañó las conexiones entre los diversos registros, se trata de

“El más grande monumento bibliográfico y erudito que nos legó la centuria decimosexta, infinitamente superior a cualesquier otros anteriores y superable difícilmente por ninguno de los que vinieron después”.

Los datos de todos estos registros, índices y memoriales, están siendo editados por los profesores Ruiz Asencio y Wagner, continuando la iniciativa y el proyecto original del mencionado profesor Marín.

  En solicitud, pues, de ese compromiso del poder político con la cultura y la educación, como ya había hecho Francisco I en 1547 con la Biblioteca del Rey de Francia, y en el siglo anterior, el papado, y las repúblicas de Florencia y Venecia, estos escritos sobre biblioteca se producen ante la necesidad de constituir un centro documental y bibliográfico que se hace sentir entre los humanistas españoles en los últimos años del reinado del emperador y la entronización de Felipe II, a lo que contribuyó no poco también la madurez de una historiografía que consideraba el trabajo de archivo como fuente primordial de su quehacer científico.

Diferente, pues, por su carácter público de las librerías particulares de nobles o eclesiásticos, y también de hombres de letras en general, de cuyos inventarios ofrezco en estas fotocopias una relación de estudios, la biblioteca del Rey de España, iba a ser la primera biblioteca institucional que habría de servir más amplia y satisfactoriamente a los intereses intelectuales de las minorías cultivadas.

  El doctor Juan Páez de Castro (c. 1515-1570) ha sido considerado, con bastante generosidad, como el tipo más perfecto del humanista español del siglo XVI; gozó durante toda su vida de enorme prestigio como erudito; el rey pedía su consejo cuando era preciso tomar una decisión tocante a materias de ciencias o de letras y no había punto relacionado con la cultura que no se le consultara. Sin embargo, no llegó a terminar una sola obra de importancia. Fue secretario de don Diego Hurtado de Mendoza, a la sazón embajador de Carlos V en Trento, y de su estancia en Italia se conservan un buen número de cartas en las que da cuenta de los tesoros de las bibliotecas. Llegó a ser nombrado cronista del Emperador y fue ratificado en el mismo puesto por su hijo Felipe, de quien fue también capellán. Como no podía ser menos, poseyó una selecta biblioteca que, a su muerte, pasó a formar parte del fondo escorialense.

  Sobre la idea de la institución bibliotecaria redactó dos informes, el primero de ellos está inserto en el escrito teórico «La forma en que el Doctor Juan Páez trazaba de escribir su historia», que elaboró al ser nombrado cronista (1555). En este informe, como introducción a sus presupuestos historiográficos, intentaba convencer a Carlos V para la fundación de una biblioteca. El resumen de su argumentación es que las letras y la memoria escrita son lo que impiden que los hombres, en la catástrofe de la civilización y el marasmo cultural, se vean reducidos al estado de barbarie, como los canarios y los indios occidentales, y no así “los de la China, que si tenían policía e industria quando los descubrieron fue por no haber perdido las letras”; catástrofe política, decadencia cultural y ruina de la civilización que se restaura gracias sólo a los libros conservados: “Así que gran razón es tener en mucho los escritores y hazer gran caso de los pasados poniéndolos en librerías públicas donde se guarden, pues contienen el reparo de la vida”.

  Están reflejadas en estas declaraciones la importancia que para el historiador empieza a cobrar la ordenación del material documental que se conlleva con la compatibilidad en los cargos de archivero y cronista, como son los casos de Pedro Miguel Carbonell o Jerónimo Zurita. Más aún, Páez de Castro estrecha la conexión entre la labor historiográfica y la biblioteca en tanto que memoria y depósito del pasado y, por ello, fundamento de las fuentes y principal instrumento de esta misma labor.

  Las ideas esbozadas en el informe a Carlos V acerca de los presupuestos teóricos con que abordaría su misión oficial de historiador cobran pleno desarrollo en el memorial que se apresura a dirigir a su hijo: «Memorial al rey don Phelipe II sobre la formación de una librería, por el Dr. Juan Páez de Castro» (1556). El escrito tiene la disposición convencional de exordio liminar y peroratio concluyente con un núcleo central de argumentación que articula en cuatro partes: “La primera, la antigüedad de las librerías y el precio en que se tuvieron por los reyes antiguos y después por los emperadores romanos. [...] La segunda, de la honra y provecho que viene al reyno, y a toda la nación. La tercera, del lugar donde se labrará y cómo se repartirá el edificio; qué se pondrá en cada uno de los apartamientos. La quarta de la facilidad con que se juntarán los libros y las otras cosas” (p. 166).

Resalta en la segunda parte del “Memorial”, la vinculación de la productividad de la imprenta española con la existencia de grandes librerías estatales y el aliciente para la industria y el comercio que nuestro cronista en ciernes ve en la instauración en el reino de un centro bibliográfico de nivel mundial. Interesa subrayar también el carácter de modernidad en lo referente a la concepción del saber y la comunicación científica, que el autor tiñe del irenismo un tanto posibilista de los erasmistas hispanos: “Las librerías son causa que se haga amistad y concordia entre muy diversas Naciones por vía de letras” (p. 170). “Tendráse perpetua noticia de las navegaciones y conquistas de Indias, de los términos de los reynos y señoríos, [...] con las quales cosas no sólo se escusarán grandes pleytos, pero también guerras” (p. 171).

  En la tercera parte estructura este futuro complejo cultural en biblioteca, museo y archivo, determinando el orden de los libros y la ornamentación de las salas. Con acertado criterio, pero ignorante de los designios del Rey Prudente, propuso para su emplazamiento la ciudad de Valladolid: “Assí porque V.M. reside allí muchas veces, como por la Audiencia Real, y Universidad, y Colegios y Monasterios, y frecuencia de todas naciones” (p. 174).

  Pero los hechos fueron por otro lado, y al par que la sección documental acabó por concentrarse en el castillo de Simancas, también se enterraba en los riscos de Guadarrama un copioso y valiosísimo material que, de tener más fácil acceso, habría ampliado sin lugar a dudas la vida intelectual de los españoles.

  De desatino biblioteconómico, califica Luis Gil, el establecimiento en el Escorial de la primera biblioteca real. También en este aspecto de la política del libro y de la biblioteca el gran rey de España, el segundo Filipo sin segundo, como decía Cervantes con velada ironía, presenta sus luces y sombras, dando una de cal y dos de arena. Fue un monarca culto de formación humanista que en su preocupación por la cultura formó una de las bibliotecas mejor dotadas de la Europa de la época, pero encerró los libros en una especie de bibliotafio al cuidado de una orden religiosa, los jerónimos, con un nulo interés por la educación o el conocimiento. Auspició con éxito una de las empresas editoriales más ambiciosas, la Biblia Políglota de Amberes, pero otorgó a Plantino, su impresor, la exclusiva para la impresión en sus reinos de misales, breviarios y demás libros litúrgicos y el monopolio de su venta a los dichos jerónimos del Escorial, hurtando a la imprenta española mediante esta medida una vital vía de desarrollo. (Gil, Panorama, 617). En fin, así juzga la Historia.

Después de haberse decidido la ubicación y el destino de los libros que se aprestaban para el rey de España, el canónigo valenciano, y luego obispo de Tortosa, Juan Bautista Cardona (1511-1589) envía por iniciativa propia a Felipe II un memorial donde expone con exhaustividad sus criterios para la organización de la librería que se estaba erigiendo en El Escorial. Doctor en teología y filosofía, había sido designado por el rey canónigo magistral de Orihuela e inquisidor apostólico de las galeras. En el año de jubileo de 1575 pronunció ante el papa Gregorio XIII un ciceroniano panegírico a San Esteban Protomártir. En Roma aprovechó para colaccionar códices y ediciones de la patrística que darían como fruto las ediciones de las obras de San Hilario y San León papa, restituidas en más de ochocientos lugares, además de “varias lecciones” incluidas en una carta filológica a don Antonio Agustín. De esta época romana datan un curioso opúsculo sobre la eliminación de los nombres de los herejes y este memorial sobre la biblioteca de El Escorial, que debió de tener ya en su principio dos versiones: una en castellano que hizo llegar al rey y por eso se conserva manuscrita en el Escorial, y otra en latín que daría a conocer en Roma y que llegará a publicar con previsibles modificaciones años más tarde junto con sus otras obras. Por su competencia demostrada teórica y prácticamente, el papa lo llamó para formar parte del equipo de filólogos y canonistas que corregía la edición del Decreto de Graciano, y más tarde fue nombrado obispo de Perpiñán, Vich y Tortosa. Así pues, como avezado usuario que era de las bibliotecas romanas, Cardona comienza a desarrollar su concepción de la biblioteca desde un punto de vista fundamentalmente filológico, pues pondera la importancia de reunir ejemplares manuscritos, incluso de obras impresas, con el fin de rectificar y fijar el texto de los autores, ya que de hecho no sólo se deslizan multitud de errores en las impresiones sino que los enemigos de la Iglesia corrompen muchos pasajes, y por tanto hay que tenerlos a mano para enmendarlos (§4). La batalla contra la herejía se sitúa una vez más en el campo de la crítica textual. Pero no sólo radica en esto el carácter filológico de estos apuntes: al hilo de la exposición sobre el valor de los manuscritos llega a formular claramente el principio recentiores, non deteriores (§5), e igualmente se adelantó casi un siglo en la concepción de un plan de paleografía de códices griegos y latinos (§16). Por lo demás, ningún aspecto biblioteconómico escapa a la regulación de Cardona, desde la adecuación y disponibilidad de las salas (§6), la calefacción (§35), el personal de servicio (§33), con su horario al público (§34), hasta la elaboración de ficheros alfabéticos, tanto de autores como de materias (§§29-30, y p. 516 Cerdá), así como la adquisición de catálogos de otras bibliotecas (§31, y p. 516 Cerdá), pasando por la constitución de un equipo técnico de paleógrafos (§16) y de especialistas en cada una de las lenguas (§36). Respecto al orden y clasificación de los libros (§7) y documentos (§9), guardando una neta separación por lenguas sigue la naturaleza de su contenido, esto es, autores y detrás sus comentarios por orden cronológico (temporum ordine servato, p. 513 Cerdá). En la organización topográfica (§28) postula la creación de una sección de raros, con códices antiguos y valiosos, y otra de libros reservados que traten negocios graves y tocantes a los reyes; asimismo propone una sección de autores modernos a manera de depósito legal (§12), y propugna el deber de la institución bibliotecaria de dar acogida a los escritos de hombres sabios que, modestos de carácter o condición, no hayan podido costear la publicación de sus obras (§24, y p. 510 Cerdá). No faltarán salas de cartografía (§17), retratos (§18), globos (§19), medallas (§20) e inscripciones (§21) que harían de la Biblioteca del Rey de España un verdadero litterarum et antiquitatis emporium (p. 512 Cerdá). En las salas los libros estarán sujetos con barras de hierro, con supresión total del préstamo (§11); poseerán los reyes, con licencia pontificia, una sección de libros prohibidos de acceso restringido al permiso del inquisidor (§22, y p. 517 Cerdá). Asimismo, apunta la conveniencia de instaurar un servicio de publicaciones adscrito a la biblioteca (§25), con industrias subsidiarias como molino de papel (§26) y hospedaje (§27). Señala también las directrices de unas ordenanzas para cada empleo de la biblioteca, con minuciosa selección del personal (§§39-41 y 43), que estarían bajo las órdenes directas de un superintendente (§32); al mismo tiempo destaca la función del director o bibliotecario regio (§38), puesto para el que propugna a una personalidad destacada de la cultura. Termina el memorial señalando algunas pistas para la adquisición de ricas librerías de hombres eminentes y de conventos (§45-52). Loable es también su buen criterio de soslayar el acopio repetido de manida erudición sobre las bibliotecas de la Antigüedad mediante los añadidos, a manera de epílogo independiente, del capítulo que aborda el tema del libro de Fulvio Orsini, Imagines et elogia virorum (Roma, 1570) y de un inédito de Onofre Panvinio acerca de la Biblioteca Vaticana. El autor que ha dirigido la más completa investigación sobre la historia de la bibliografía, Alfredo Serrai, ha dejado dicho al respecto del opúsculo de Cardona que si hubiera tratado también el método de clasificación y hubiera presentado una más explícita norma de catalogación, habría sido el documento constitutivo de la biblioteconomía moderna.

  El siguiente autor del que voy a hablar, el dominico fray Alfonso Chacón, también está vinculado con la preparación y organización de la biblioteca de El Escorial, en cuya galería de españoles ilustres tiene retrato. Aunque nació en Baeza, en cuya Universidad estudió, y enseñó en el colegio de Santo Tomás de Sevilla, es más conocido su nombre en su forma italiana a partir del latín, Alfonso Ciacconio. Entre sus obras historiográficas, se halla la biografía sin duda más completa del emperador Trajano, pues no solo se atiene al comentario de su famosa columna en Roma, sino que trasciende hasta su peripecia de ultratumba, donde expone los argumentos teológicos por los cuales fue llevado al Paraíso sin estar bautizado gracias a los ruegos de San Gregorio Magno; recordemos que Dante coloca finalmente al Emperador Trajano en el paraíso celestial (XX 100). También es conocido por habérsele atribuido el comentario a unas profecías sobre los últimos papas de la Iglesia Romana, falacias que abundan en los terrores del fin de milenio. Como vemos, nunca un escritor sumido en el más completo olvido ha podido estar de tanta actualidad. En lo que respecta a su obra bibliográfica, el insigne canonista Antonio Agustín, a quien debemos el primer catálogo impreso de una biblioteca particular editado en el ámbito católico, en el año 1586, se refería a nuestro fraile dominico en un dictamen acerca de la ordenación de la biblioteca del Escorial.

De la biblioteca de Conrado Gesnero, si tornasse a resucitar, como me parece que convendría, si por el Santo Officio se mandase castrar de sus locuras, como se han emendado libros de poco provecho, como la Propalladia, y Lazarillo, y Castillejo, desta Bibliotheca digo que se podría sacar para concertar las facultades, y sacar listas de los nombres propios de authores y de los libros que han hecho y de que tratan; y por materias, saber qué libros hay en cada materia, assi de los que tienen nombre como de los que no lo tienen. Un frai Alonso Chacón de Sto. Domingo, natural del Andaluzía, me dixo una vez que tenía encargo de enmendar esta Biblioteca de Gesnero, podríase saber y darle cargo que la acabe y servirse para este negocio (Bouza 143, Graux 423).

En efecto, fue Chacón uno de los compiladores de bibliografía que se basaron en la obra de Gesner, según testimonio del propio autor en carta a Felipe II (Roma, 10-VII-1579), en la que solicita “una lista de las cosas más raras que ay en ella (sc. El Escorial)” para completar su “biblioteca general”:

Cuando ofrecí a Vuestra Majestad el libro de la columna de Trajano, le prometí entre otras obras de sacar a luz debajo de su real nombre una biblioteca general que contuviese distinta relación de los autores y libros por ellos hechos desde el principio del mundo hasta hoy,

  Y ahora glosa el subtítulo de la Biblioteca Universalis de Gesner,

Latinos, griegos, Hebreos, caldeos y Arábigos y de otras cualesquiera lenguas vulgares, assí de los que hasta aquí han sido estampados como de los escritos a mano, que en diversas librerías públicas y particulares de la Cristiandad se han conservado; y otrosi de los que de todo punto se han perdido por antigüedad de tiempos, descuido de los hombres, sacos ruinas e incendios, y esto por tal orden, que diese algún contento y satisfacción a los muchos que desean ver tratado de algún católico este argumento que hoy en tanta confusión y muchedumbre de libros no solo sería util sino muy necesario.

El cual he dispuesto assí por orden alfabetico, como de ciencias, disciplinas y artes diversas y aquellas repartidas cada una por muchas clases, de suerte que en todo género de profesión hallen los hombres aquellos argumentos y materias que deseen saber y los autores que de ellas han tratado y assí puedan proveerse de los libros para ello necesario.

A esta obra de Chacón debió de referirse Arias Montano en el prólogo al índice expurgatorio de Amberes de 1571, donde se anota al lado de uno de los continuadores de la Biblioteca de Gesner: “Este epítome, porque no puede expurgarse bien, no se ha de permitir que se divulgue; pero estamos aguardando a que una obra mejor de este mismo tema se publique tan pronto como esperamos”. La obra que habría de cumplir estas salutíferas expectativas fue la Bibliotheca selecta (1593) del jesuita Antonio Possevino, el intento más sistemático de vigilancia y organización por parte de la censura católica.

Pero a pesar del enorme esfuerzo que le llevó la preparación de esta bibliografía y de las demandas de tan importantes personajes de la política y de la cultura, su trabajo no satisfizo a los inquisidores, quizás por la excesiva dependencia de su modelo, y, según testimonio de Nicolás Antonio, debió de circular manuscrita (cf. N. Antonio, I 18b) hasta publicarse parcialmente ya en el siglo XVIII gracias al interés y el cuidado de François Denis Camusat: Bibliotheca libros et scriptores ferme cunctos ab initio mundi ad annum MDLXXXIII ordine alphabetico complectens, auctore et collectore Fray Alfonso Ciaconio (París 1731 y Amsterdam-Leipzig 1734 [BN Madrid 2/58605 y 2/60510]). El libro lleva por título Biblioteca que comprende en orden alfabético casi todos los libros y escritores desde el inicio del mundo hasta el año 1583, autor y recopilador fray Alfonso Chacón, con dos ediciones una en París 1731 y otra en Amsterdam 1734.

A pesar de estar incompleta, sólo hasta «Epimenides» (cc. 766-768, desde donde empiezan las Observationes de Camusat), el cúmulo de datos resulta impresionante, y sus asientos están a la espera de ser confrontados con otras bibliografías y catálogos como un terreno virgen para la investigación.

  Es la erudición acumulativa el aspecto que más destaca en el opúsculo sobre las bibliotecas de fray Diego de Arce (1553-c. 1616), en donde no añade ningún punto en lo que atañe a organización biblioteconómica o clasificación de materias. Por encima de todo, fray Diego, “fraile menor de la regular observancia de la provincia de Cartagena”, es un predicador; dentro de su congregación ocupó algunos cargos de importancia hasta que en 1610 marchó a Nápoles como confesor y consejero del conde de Lemos, en cuyo gabinete alternó con los hombres de letras que amparaba este prócer. Siendo guardián del convento de San Francisco de Murcia y en su cometido de consultor y revisor de libros por mandato de la Inquisición, faena que ejerció con excesiva oficiosidad, fue juntando una selecta y copiosa librería con la misma afición bibliófila que propició la elaboración de la obrita en cuestión: De las librerías, de su antigüedad y provecho, de su sitio y ornato, de la estimación que de ellas deben hacer las repúblicas y de la obligación que los príncipes, assí seglares como eclesiásticos tienen de fundarlas, augmentarlas y conservarlas. 1608. En gran medida se trata de una versión de sacristía del compendio sobre bibliotecas de Justo Lipsio antes mencionado, al cual aporta su tono apologético cuando saca a colación el tema de la herejía (“Dejemos a los herejes con sus libros, pues son pocos y malos y no a propósito de buenos maestros, de donde vienen a estar borrados del libro de la vida”).

  Antes me he referido al canonista Antonio Agustín como el primer particular que hizo publicar el catálogo de su biblioteca de manuscritos en el año 1586. El segundo en orden cronológico, año 1618, fue otro canonista obispo de Albarracín, el doctor en ambos derechos, Gabriel Sora, cuya única obra publicada fue relación de sus libros distribuidos por secciones de imprecisa sistematización, y dentro de estas por orden alfabético. Por ejemplificar el modo en que discurre este singular catálogo, el apartado octavo («Auctores diversarum facultatum») engloba todas las disciplinas de las Artes Liberales en tan indiscriminado orden alfabético que separa en diferentes letras las obras de un mismo autor según el primer nombre con que aparezcan inscritos; por ejemplo, hay obras de Cicerón registradas en la «C» y en la «M», según se enuncie al autor como Ciceronis o M. T. Cicero, y otro tanto ocurre con Desiderius y Erasmus. Este curioso catálogo, empero, no deja de presentar notable precisión bibliográfica, pues, excepto mención de impresor, anota en compendio los datos necesarios para su identificación, inclusive el tamaño.

  Desconectado de esta tradición bibliológica e ignorado por la crítica erudita se nos aparece el ensayo publicado en Madrid 1631 por Francisco de Araoz, De bene disponenda Bibliotheca: Breve tratado sobre la correcta ordenación de la biblioteca, muy útil a los hombres de estudio para mejor conocimiento de la ubicación, materia y cualidad de los libros. Este tratadito consiste en la exposición razonada de un meditado sistema de clasificación bibliográfica en quince clases o apartados denominados praedicamentum, término que la tradición filosófica latina había acuñado para traducir el término aristotélico 'categoría'. La originalidad clasificatoria radica en dos ideas básicas: la primera, de índole taxonómica, establece que cualquier tipo de libro, bien por su contenido o bien por la característica principal de su autor, puede ser incluido al menos en una de los categorías establecidas, y en consecuencia, en su sistema queda eliminado el apartado de 'Varios'. La segunda idea básica, que sería de carácter axiológico, se sustenta en que la ordenación de las quince categorías responde a una escala de valores para la perfección humana que el autor atribuye a los escritos en ellos contenidos. Contiene, además, algunas digresiones sobre temas de actualidad, y como en la exposición de cada una de los apartados va citando autores representativos, podemos hacernos una idea de lo que pudo ser una biblioteca selecta para un “desocupado lector” del siglo XVII. Sin embargo, he excluido esta obra de la lista de inventarios por no responder las citas de autores al contenido real de su biblioteca.

  Terminando ya, y para que no falte el factor parénetico que debe tener todo discurso, me gustaría animar a quienes aún no han encontrado una vía definida de investigación a trabajar en tareas de este tipo con este material de primera mano, bien sea en la identificación y censo de los libros que aparecen en los inventarios, de cuyos estudios ofrezco esta lista cronológica, bien en la catalogación de los fondos antiguos de nuestras bibliotecas. El tema es bastante árido, y el desenfado con que he abordado algunos puntos de mi intervención es sólo un mecanismo de autodefensa. Pero hay que tener en cuenta que la brillantez de la tarea no está en el asunto, sino en su ejecución, y sólo lo que es difícil merece la pena. Tal vez se eche en falta hoy día ese espíritu de servicio que tenían los pobres humanistas, esa aspiración al margen del tópico al uso, de ser verdaderamente útiles a la república, a la república de las letras, por supuesto.

            Gracias por la atención.

Bibliografía en:

https://www.classicahispalensia.es/new/estudios/64-el-ingenioso-bibliologo-don-francisco-de-araoz-j-solis-1997

https://www.classicahispalensia.es/new/estudios/76-escritos-sobre-biblioteca-en-el-siglo-de-oro-j-solis-1997