José Solís de los Santos, «Escritos sobre biblioteca en el Siglo de Oro», en: J.M. Maestre, J. Pascual, L. Charlo, eds., Humanismo y pervivencia del Mundo Clásico II.3. Homenaje al profesor Luis Gil, Cádiz, 1997, pp. 1205-1216.

ISBN: 84-7786-425-X. PDF: https://idus.us.es/handle/11441/31979   Páginas de la versión impresa /1205/ https://www.academia.edu/9076634

                           ESCRITOS SOBRE BIBLIOTECA EN EL SIGLO DE ORO*

            En la última sección del panorámico estudio sociológico del humanismo español, Luis Gil[1] recoge una serie de datos sobre la implantación del arte tipográfica en la España del Renacimiento, la actitud del poder ante el fenómeno del libro impreso, los efectos de esta actitud sobre el fomento de la lectura y la formación de bibliotecas, la posición de los hombres de letras ante la difusión de libros y las opiniones de algunos de éstos sobre las bibliotecas. Y no podía ser menos que en esta imponente visión de conjunto del movimiento cultural con que se inaugura la Edad Moderna se dedicasen algunas sugerentes líneas a los diversas facetas que en España cobró el fenómeno que desde McLuhan llamamos la Galaxia Gutenberg. Ya para los propios contemporáneos quedaba patente el efecto revolucionario de la imprenta en la concepción y trasmisión del saber, en las formas y materias de lectura. La palabra escrita ya no es entendida como la individualidad del manuscrito sino como una especie de categoría susceptible de estar representada en cualquier parte del mundo.[2] La multiplicación indefinida del texto se puede enfocar como una consecuencia de ese anhelo de saber universal del humanismo renacentista que se materializa en la biblioteca. Precisamente, uno de los rasgos de aquel incipiente humanismo anterior a Petrarca, el formado por los llamados prehumanistas paduanos,[3] estriba también en la aparición de colecciones privadas de libros que denotan /1206/ un afán de lectura más allá de intereses profesionales y académicos. Después, el entusiasmo por el mundo antiguo, el hallazgo de manuscritos, las apelaciones a la paradigmática Antigüedad referentes a la institución bibliotecaria, el comercio y tráfico de la pujante industria del manuscrito habría terminado por producir tarde o temprano esa nova ars Germanorum que se gestó en Maguncia a mediados del siglo XV. Es el libro impreso el hecho que incardina el eje entre la concepción de biblioteca en la Antigüedad y Medievo y el comienzo de las modernas ciencias bibliográficas, y por ello merece destacarse la coincidencia de la invención de la imprenta con el movimiento cultural del humanismo, en donde se generaron también una nueva idea del saber y una diferente concepción de la biblioteca y, por tanto, de la bibliografía.[4] La biblioteca se convierte en un centro vivo y pujante, en una especie de taller de estudiosos de las letras, lugar de intercambio de ideas y, en especial, el principal instrumento del trabajo intelectual, y por ello, la clasificación del saber y de los libros constituye una de las pasiones y preocupaciones del humanista del Renacimiento y el tema de la organización y creación de una biblioteca llega a ser uno de los tópicos de la cultura humanística.[5] Es esta bibliofilia -en el sentido lato de una actitud optimista ante el saber trasmitido en los libros- una constante que enlaza la euforia libresca de aquella serie de humanistas jalonada entre Petrarca y Erasmo con la de los libertinos, o mejor librepensadores, de la Respublica litterarum,[6] pues a pesar de los elementos disgregadores (Reforma, Contrarreforma, guerras de religión, implantación del Estado, pujanza de las lenguas vernáculas, fragmentación del saber enciclopédico en especializaciones),[7] hubo un esfuerzo por lograr una nueva concordia basada en la unidad y solidaridad entre los doctos que devendrá en aquella comunidad del mundo de la cultura que proclamaba Erasmo en el primero de sus Adagia.[8]

            En nuestro Siglo de Oro no faltan declaraciones optimistas sobre la excelencia del libro que reflejan esta jovial actitud intelectual típicamente renacentista, y así, por espigar algunos testimonios que abarcan todo este período, podemos recordar aquella afirmación del principio /1207/ del Lazarillo de que "no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena",[9] o de aquel "aficionado a leer, aunque sea los papeles rotos de las calles",[10] e incluso el aserto de Gracián que equipara lectura y experiencia: "No hay otro saber que el que se haya en los inmortales caracteres de los libros".[11] Pero igualmente se dan algunos recelos sobre la sobreabundancia de la producción libresca que, en cierto modo, prefiguran aquella mordaz súplica de Ortega[12] de que el mayor acto de caridad hoy día es no publicar libros inútiles; reticencias que bien podemos entender como la otra cara de esa misma actitud intelectual y consecuentemente crítica, habida cuenta la solvencia e independencia de algunos de los que, no sin razón, las formulan, tales como Huarte de San Juan, en la caracterización de los "entendimientos oviles" [...] "que hurtando uno de aquí y tomando otro de allí, ya no hay quien no componga una obra",[13] o Saavedra Fajardo en el motivo "del número grande de los libros, [...] y el atrevimiento de los que escriben" con el que abre su República Literaria.[14] En efecto, estas reservas ante la proliferación editorial, que ya había expresado en 1545 el padre de la bibliografía moderna, Conrad Gesner, en el prólogo de su Bibliotheca Universalis, en el sentido de que la imprenta parece servir solamente para que se conozcan los libros inútiles de los contemporáneos, quedando abandonados los más viejos y mejores,[15] es conveniente distinguirlas de las manifestaciones de marcada hostilidad contra los libros y la cultura formuladas por quienes servían a los intereses de las clases dominantes con el pretexto de que la divulgación de la educación y la cultura en las capas sociales de artesanos, agricultores y marineros hacía que las sucesivas generaciones no se dedicasen a su actividad profesional con merma de la producción.[16] Además, en los dominios de su Católica Majestad este ideal de saber universal que representa el libro estuvo condicionado por la lucha contra la herejía, y no me refiero a las repelentes e interesadas apelaciones a la santa ignorancia con que la Iglesia española perpetraba su dirigismo cultural,[17] sino a una actitud sincera y por ende honesta en el intelectual católico que pone bajo sospecha de contaminación y falseamiento toda obra producida por la pluma de un hereje; tal es la postura sostenida por Juan Bautista Cardona, quien antes /1208/ del memorial del que más abajo hablaremos había escrito un opúsculo para detectar y eliminar los nombres de los herejes de todos los libros, incluso de los que no tratan de materia religiosa[18]; así como la de Antonio Agustín en su dictamen sobre la organización de los libros de la flamante biblioteca de El Escorial, donde habla de la adaptación de las clasificaciones del herético Gesner por parte de un fraile dominico[19]; y no con diferente actitud el eruditísimo jesuita francés Claudio Clemente, profesor del Colegio Imperial de Madrid, establecía en su prolijo tratado de biblioteca una cárcel y hoguera para los libros nocivos.[20] En definitiva, es la mentalidad de todos estos autores, eclesiásticos o laicos de todo el entorno católico, contra los libros considerados perjudiciales o aquellos cuyos textos han podido ser corrompidos. Este tipo de biblioteca que se propugna tanto como referente indiscutible de fuente fidedigna de los textos al mismo tiempo que como foco de selección o condena de cualquier manifestación cultural contrasta notablemente con el ideal más actual de los círculos libertinos, tal como expresaba en 1627 Gabriel Naudé en esa especie de manifiesto del bibliotecario moderno: "Una biblioteca dirigida para el uso público debe ser universal, y ésta no puede ser tal si no contiene todos los autores principales que escriben sobre la gran diversidad de materias particulares y principalmente sobre todas las artes y ciencias".[21]

            El propósito de esta comunicación es reseñar algunos opúsculos españoles en los que se plantea y expone la utilidad y el provecho para la comunidad de la creación de bibliotecas, y mediante algunos de los cuales se recaba del poder político su compromiso con la educación y la cultura, o bien se reflexiona acerca de los presupuestos teóricos y se detalla, casi siempre, una normativa de organización y gestión de las mismas. Son escritos, en la mayoría de los casos, muy mediatizados por esa mentalidad contrarreformista y de contienda religiosa que se ha denominado "el intelecto cautivo",[22] pero por el contrario, demuestran una tradición bibliológica autóctona que se desarrolla paralelamente a las aportaciones europeas de este tipo y a veces se anticipa a éstas, manifestándose entonces como verdaderos precursores de esta técnica ancilar. Se trata, pues, de escritos específicos de carácter teórico y normativo, es decir, /1209/ referentes a lo que hoy se denomina bibliología y biblioteconomía, menester humilde y accesorio pero que refleja tanto el ideal de saber plurifacético del Renacimiento como el afán de coleccionismo del Barroco, y perfila asimismo la idea de una biblioteca universal en la cual se reúne el saber alcanzado por el hombre trasmitido en los libros como culminación de la concepción de los primeros humanistas que constituyó la visión filológica del mundo.[23]

            En solicitud de ese compromiso del poder político con la cultura y la educación, como ya había hecho Francisco I en 1547 con la Biblioteca del Rey de Francia, y en el siglo anterior, el papado, y las repúblicas de Florencia y Venecia, estos escritos sobre biblioteca se producen ante la necesidad de constituir un centro documental y bibliográfico que se hace sentir entre los humanistas españoles en los últimos años del reinado del Emperador y la entronización de Felipe II, a lo que contribuyó no poco también la madurez de una historiografía que consideraba el trabajo de archivo como fuente primordial de su quehacer científico. Diferente, pues, por su carácter público de las librerías particulares de reyes, nobles o eclesiásticos, y también de hombres de letras en general, la biblioteca del Rey de España, iba a ser la primera biblioteca institucional que habría de servir a los intereses generales, y de este modo lo vislumbra el primero de los autores que presentamos.

            El doctor JUAN PÁEZ DE CASTRO (c. 1515-1570) ha sido considerado, con bastante generosidad, como el tipo más perfecto del humanista español del siglo XVI[24]; gozó durante toda su vida de enorme prestigio como erudito; el rey pedía su consejo cuando era preciso tomar una decisión tocante a materias de ciencias o de letras y no había punto relacionado con la cultura que no se le consultara. Sin embargo, no llegó a terminar una sola obra de importancia.[25] Fue secretario de don Diego Hurtado de Mendoza, a la sazón embajador de Carlos V en Trento, y de su estancia en Italia se conservan un buen número de cartas en las que da cuenta de los tesoros de las bibliotecas. Llegó a ser nombrado cronista del Emperador y fue ratificado en el mismo puesto por su hijo Felipe, de quien fue también capellán. Como no podía ser menos, poseyó una selecta biblioteca que a su muerte pasó a formar parte del fondo escurialense.[26]

            Sobre la idea de la institución bibliotecaria redactó dos informes, el primero de ellos está inserto en el escrito teórico «La forma en que el Doctor Juan Páez trazaba de escribir su /1210/ historia»,[27] que elaboró al ser nombrado cronista (1555), y en el que como introducción a sus presupuestos historiográficos intentaba convencer a Carlos V para la fundación de una biblioteca. El resumen de su argumentación es que las letras y la memoria escrita son lo que impiden que los hombres, en la catástrofe de la civilización y el marasmo cultural, se vean reducidos al estado de barbarie, como los canarios y los indios occidentales, y no así "los de la China, que si tenían policía e industria quando los descubrieron fue por no haber perdido las letras"; catástrofe política, decadencia cultural y ruina de la civilización que se restaura gracias sólo a los libros conservados: "Así que gran razón es tener en mucho los escritores y hazer gran caso de los pasados poniéndolos en librerías públicas donde se guarden, pues contienen el reparo de la vida".[28]

            Vemos reflejarse en estas declaraciones la importancia que para el historiador empieza a cobrar la ordenación del material documental que se conlleva con alguna compatibilidad en los cargos de archivero y cronista, como son los casos de Pedro Miguel Carbonell o Jerónimo Zurita. Más aún, Páez de Castro estrecha la conexión entre la labor historiográfica y la biblioteca en tanto que memoria y depósito del pasado y, por ello, fundamento de las fuentes y principal instrumento de esta misma labor.

            Las ideas esbozadas en el informe a Carlos V acerca de los presupuestos teóricos con que abordaría su misión oficial de historiador cobran pleno desarrollo en el memorial que se apresura a dirigir a su hijo: «Memorial al rey don Phelipe II sobre la formación de una librería, por el Dr. Juan Páez de Castro» (1556).[29] El escrito tiene la disposición convencional de exordio liminar y peroratio concluyente con un núcleo central de argumentación que articula en cuatro partes: "La primera la antigüedad de las librerías y el precio en que se tuvieron por los reyes antiguos y después por los emperadores romanos. [...] La segunda de la honra y provecho que viene al reyno, y a toda la nación. La tercera del lugar donde se labrará y cómo se repartirá el edificio; qué se pondrá en cada uno de los apartamientos. La quarta de la facilidad con que se juntarán los libros y las otras cosas" (p. 166). Ya el profesor Gil ha destacado en la segunda parte del "Memorial" la vinculación de la productividad de la imprenta española con la existencia de grandes librerías estatales y el aliciente para la industria y el comercio que nuestro cronista en ciernes ve en la instauración en el reino de un centro bibliográfico de nivel mundial.[30] Interesa subrayar también el carácter de modernidad en lo referente a la concepción del saber y la comunicación científica, que el autor tiñe del /1211/ irenismo un tanto posibilista de los erasmistas hispanos: "Las librerías son causa que se haga amistad y concordia entre muy diversas Naciones por vía de letras" (p. 170). "Tendráse perpetua noticia de las navegaciones y conquistas de Indias, de los términos de los reynos y señoríos, [...] con las quales cosas no sólo se escusarán grandes pleytos, pero también guerras" (p. 171).

            En la tercera parte estructura este futuro complejo cultural en biblioteca, museo y archivo, determinando el orden de los libros y la ornamentación de las salas; con alabado criterio, e ignorante de los designios del Rey Prudente, propuso para su emplazamiento la ciudad de Valladolid[31]: "Assí porque V.M. reside allí muchas veces, como por la Audiencia Real, y Universidad, y Colegios y Monasterios, y frecuencia de todas naciones" (p. 174). Pero los hechos fueron por otro lado, y al par que la sección documental acabó por concentrarse, no injustificadamente, en el castillo de Simancas, también se enterraba en los riscos de Guadarrama un copioso y valiosísimo material que, de tener más fácil acceso, habría ampliado sin lugar a dudas la vida intelectual de los españoles, amén de promover industrias afines.

            Sin descuidar tampoco ninguna de estas cuestiones anejas, el canónigo valenciano, y luego obispo de Tortosa, JUAN BAUTISTA CARDONA (1511-1589)[32] envía por iniciativa propia a Felipe II un memorial donde expone con exhaustividad sus criterios para la organización de la biblioteca que se estaba erigiendo en El Escorial. Doctor en teología y filosofía, había sido designado por el rey canónigo magistral de Orihuela e inquisidor apostólico de las galeras. En el año de jubileo de 1575 pronunció ante el papa Gregorio XIII un ciceroniano panegírico a San Esteban Protomártir. En Roma aprovechó para colaccionar códices y ediciones de la patrística que darían como fruto las ediciones de las obras de San Hilario y San León papa, restituidas en más de ochocientos lugares, además de "varias lecciones" incluidas en una carta filológica a don Antonio Agustín.[33] De esta época romana datan el opúsculo antes mencionado sobre la eliminación de los nombres de los herejes y este memorial sobre la biblioteca de El Escorial, que debió de tener ya en su principio dos versiones: una en castellano que hizo llegar al rey y por eso se encuentra ahí manuscrita,[34] y otra en latín que daría a conocer en /1212/ Roma y que llegará a publicar con previsibles modificaciones años más tarde junto con sus otras obras.[35] Por su competencia demostrada teórica y prácticamente, el papa lo llamó para formar parte del equipo de filólogos y canonistas que corregía la edición del Decreto de Graciano, y más tarde fue nombrado obispo de Perpiñán, Vich y Tortosa. Así pues, como avezado usuario que era de las bibliotecas romanas, Cardona comienza a desarrollar su concepción de la biblioteca desde un punto de vista fundamentalmente filológico, pues pondera la importancia de reunir ejemplares manuscritos, incluso de obras impresas, con el fin de rectificar y fijar el texto de los autores, ya que de hecho no sólo se deslizan multitud de errores en las impresiones sino que los enemigos de la Iglesia corrompen muchos pasajes, y por tanto hay que tenerlos a mano para enmendarlos (§4). La batalla contra la herejía se sitúa una vez más en el campo de la crítica textual. Pero no sólo radica en esto el carácter filológico de estos apuntes: al hilo de la exposición sobre el valor de los manuscritos llega a formular claramente el principio recentiores, non deteriores (§5), e igualmente se adelantó casi un siglo en la concepción de un plan de paleografía de códices griegos y latinos (§16).[36] Por lo demás, ningún aspecto biblioteconómico escapa a la regulación de Cardona, desde la adecuación y disponibilidad de las salas (§6), la calefacción (§35), el personal de servicio (§33), con su horario al público (§34), hasta la elaboración de ficheros alfabéticos, tanto de autores como de materias (§§29-30, y p. 516 Cerdá), así como la adquisición de catálogos de otras bibliotecas (§31, y p. 516 Cerdá), pasando por la constitución de un equipo técnico de especialistas en cada una de las lenguas (§36) y de paleógrafos (§16). Respecto al orden y clasificación de los libros (§7) y documentos (§9), guardando una neta separación por lenguas sigue la naturaleza de su contenido, esto es, autores y detrás sus comentarios por orden cronológico (temporum ordine servato, p. 513 Cerdá). En la organización topográfica (§28) postula la creación de una sección de raros, con códices antiguos y valiosos, y otra de libros reservados que traten negocios graves y tocantes a los reyes; asimismo propone una sección de autores modernos a manera de depósito legal (§12), y propugna el deber de la institución bibliotecaria de dar /1213/ acogida a los escritos de hombres sabios que, modestos de carácter o condición, no hayan podido costear la publicación de sus obras (§24, y p. 510 Cerdá). No faltarán salas de cartografía (§17), retratos (§18), globos (§19), medallas (§20) e inscripciones (§21) que harían de la Biblioteca del Rey de España un verdadero litterarum et antiquitatis emporium (p. 512 Cerdá). En las salas los libros estarán sujetos con barras de hierro, con supresión total del préstamo (§11); poseerán los reyes, con licencia pontificia, una sección de libros prohibidos de acceso restringido al permiso del inquisidor (§22, y p. 517 Cerdá). Asimismo, apunta la conveniencia de instaurar un servicio de publicaciones adscrito a la biblioteca (§25), con industrias subsidiarias como molino de papel (§26) y hospedaje (§27). Señala también las directrices de unas ordenanzas para cada empleo de la biblioteca, con minuciosa selección del personal (§§39-41 y 43), que estarían bajo las órdenes directas de un superintendente (§32); al mismo tiempo destaca la función del director o bibliotecario regio (§38), puesto para el que propugna a una personalidad destacada de la cultura.[37] Termina el memorial señalando algunas pistas para la adquisición de ricas librerías de hombres eminentes y de conventos (§45-52). Loable es también su buen criterio de soslayar el acopio repetido de manida erudición sobre las bibliotecas de la Antigüedad mediante los añadidos, a manera de epílogo independiente,[38] del capítulo que aborda el tema del libro de Fulvio Orsini, Imagines et elogia virorum (Roma, 1570) y de un inédito de Onofre Panvinio acerca de la Biblioteca Vaticana.

            Es este tipo de erudición acumulativa el aspecto que más destaca en el opúsculo sobre las bibliotecas de fray DIEGO DE ARCE (1553-c. 1616),[39] en donde no añade ningún punto en lo que atañe a organización biblioteconómica y clasificación de materias. Por encima de todo, fray Diego, "fraile menor de la regular observancia de la provincia de Cartagena", es un predicador; dentro de su congregación ocupó algunos cargos de importancia hasta que en 1610 marchó a Nápoles como confesor y consejero del conde de Lemos, en cuyo gabinete alternó con los hombres de letras que amparaba este prócer. Siendo guardián del convento de San Francisco de Murcia y en su cometido de consultor y revisor de libros por mandato de la Inquisición, fue juntando una selecta y copiosa librería con la misma afición bibliófila que propició la elaboración de esta obrita que nos ocupa: De las librerías, de su antigüedad y provecho, de su sitio y ornato, de la estimación que de ellas deben hacer las repúblicas y de la obligación que los príncipes, assí seglares como eclesiásticos tienen de fundarlas, /1214/ augmentarlas y conservarlas; permaneció inédita en varios manuscritos[40] hasta su publicación como curiosidad bibliográfica en una edición limitada de finales del siglo pasado.[41]

            La obra corre a lo largo de 14 capítulos en los que intercalando algunos dísticos latinos de atribución ajena, quizás por seráfica humildad, recoge toda clase de noticias o citas de bibliotecas antiguas y contemporáneas, en las que no falta las de aquellos que dijeron mal de las librerías (¶ XIII), ni las concernientes a su ubicación (¶ X) y ornato (XI), ni la mención y elogio de algunas bibliotecas particulares (¶ IX). En el prólogo da fe de sus fuentes citando con más o menos exactitud a todos los autores que le han precedido en estas lides, desde Francisco Albertino hasta Justo Lipsio. Merece destacarse de este compendio de lugares comunes sobre bibliotecas su carácter parenético (¶ XIV), en lo que no deja de recurrir al tópico renacentista de la inmortalidad por las letras, y también su tono apologético cuando saca a colación el tema de la herejía ("Dejemos a los herejes con sus libros, pues son pocos y malos y no a propósito de buenos maestros, de donde vienen a estar borrados del libro de la vida" ¶ XII).

            Desconectado de esta tradición bibliológica e ignorado por la crítica erudita se nos aparece el ensayo de don FRANCISCO DE ARAOZ, De bene disponenda Bibliotheca (Madrid, 1631),[42] que constituye la exposición razonada de un meditado sistema de clasificación bibliográfica en quince clases o apartados denominados como praedicamentum, término que la tradición filosófica latina había acuñado para traducir el término aristotélico 'categoría'. La originalidad clasificatoria radica en dos ideas básicas: la primera, de índole taxonómica, establece que cualquier tipo de libro, bien por su contenido o bien por la característica principal de su autor, puede ser incluido al menos en uno de los praedicamenta establecidos, y en consecuencia, en su sistema queda eliminado el apartado de 'varios'. La segunda idea básica, /1215/ que sería de carácter axiológico, se sustenta en que la ordenación de los quince apartados responde a una escala de valores para la perfección humana que el autor atribuye a los escritos en ellos contenidos. Contiene, además, algunas digresiones interesantes, y como en la exposición de cada una de las categorías, va citando los autores más representativos, podemos hacernos una idea de lo que pudo ser una biblioteca selecta para un "desocupado lector" del siglo XVII.

            Esta es la única obra de este tipo que aborda teórica y exclusivamente el modo de catalogación de los libros. Ya hemos apuntado más arriba que la ordenación de una biblioteca constituyó un tópico de la literatura humanista, y un profundo conocedor de las bibliotecas altomodernas ha llegado a decir que "la biblioteca es más el orden de los libros que los propios volúmenes que la componen",[43] habida cuenta de que la voluntad de ordenación está relacionada con una determinada concepción jerárquica de los saberes. Pero también puede primar, tanto entre los estudiosos como en los mercaderes de libros, el criterio más práctico de la comodidad que distribuye los libros en las facultades tradicionales e incluso también por tamaños.

            Podemos inferir una idea clara de los criterios de ordenación de la época examinando algunos catálogos de los propios libros como los de ANTONIO AGUSTÍN,[44] o el de GABRIEL SORA,[45] o las anotaciones personales de JUAN VÁZQUEZ DEL MÁRMOL,[46] o las clasificaciones que aparecen en grandes obras de erudición bibliográfica como las ya mencionadas de CLAUDIO CLEMENTE y ALFONSO CHACÓN, o en las descripciones de bibliotecas.[47] También satisfacen este cometido los catálogos de bibliotecas particulares elaborados por secretarios o libreros, como los del /1216/ consejero Lorenzo Ramírez de Prado,[48] el del inquisidor Diego de Arce y Reynoso,[49] y la biblioteca del marqués de Montealegre,[50] y lo que se pueda deducir de los numerosos estudios actuales sobre inventarios de librerías de la época.[51] Todos estos textos y noticias configurarán un material de datos objetivos para abordar la historia de nuestra tradición bibliológica.

José Solís de los Santos. Universidad de Sevilla

* Este artículo se inscribe en el proyecto de investigación de la DGICYT PS91-0106: Diccionario de Obras Latinas del Humanismo Español.

     [1] Cf. Panorama social del humanismo español (1500-1800), Madrid, 1981, 557-724; sirva esta cita como manifestación de gratitud al magisterio público de nuestro insigne helenista, cuya labor en este campo trasciende el plano puramente técnico de la filología de los humanistas para enlazar con la más noble tradición del pensamiento regeneracionista español.

     [2] Soslayando el "cogito interruptus" (pace Umberto Eco) de McLuhan, cf. el denso estudio de implicaciones y consecuencias de la imprenta de Elizabeth Eisenstein, The Printing Press as an Agent of Change: Comunications and Cultural Transformations in Early Modern Europe, Cambridge, 1979 (hay trad. por F. Bouza, La revolución de la imprenta en la Edad Moderna europea, Madrid, 1994). Un nuevo enfoque conceptual y metodológico presenta Roger Chartier, cf. su El orden de los libros. Lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos XIV y XVIII, Barcelona, 1994.

     [3] Desde el estudio de R. Weiss, «The Dawn of Humanism in Italy», Bulletin of the Institute of Historical Research 42 (1969) 1-16.

     [4] Cf. sobre la historia de la bibliografía el ya clásico Theodore Besterman, The Beginnings of Systematic Bibliography, Oxford-Londres, 1935; y L. Balsamo, La bibliografia. Storia de una tradizione, Florencia, 1984; A. Serrai, Storia della Bibliografia, a cura di M. Cochetti, I-VI, Roma, 1988-1995.

     [5] Cf. M. Morán y F. Checa, El coleccionismo en España. De la cámara de las maravillas a la galería de pinturas, Madrid, 1985, 95, quienes aportan, entre otras, las noticias de Pedro Mexía, sc.Silva de varia lección, III 3 (ed. A. Castro, Madrid, 1990, I 24-31). Cf. algunas clasificaciones bibliográficas renacentistas H.-J. Martin, «Classements et conjonctures», en Histoire de l'édition française, dirs. R. Chartier y H.J. Martin, I: Le Livre conquérant. Du Moyen Age au milieu du XVIIe siècle, Paris, 1982, 429-462. Para algunos sistemas bibliotecarios anteriores a la imprenta, en los que los códices eran ordenados por el tipo de letra, o por antigüedad: vetustissimi, antiquicf. F. Ames-Lewis, «The inventories of Piero di Cosimo de' Medici's Library», La Bibliofilia 84 (1982) 103-142.

     [6] Es en los círculos del libertinismo filosófico donde se debió de acuñar la palabra 'bibliographia', sin duda por Gabriel Naudé, Bibliographia Politica (Venecia, 1633); cf. J. Simón Díaz, La Bibliografía. Conceptos y aplicaciones, Barcelona, 1971, 13.

     [7] Cf. F. Waquet, «Qu'est-ce que la république des lettres? Essai de sémantique historique», Bibliothèque de l'école des chartres 147 (1989), 473-502.

     [8] Se trata de Communia esse amicorum inter se omnia, remozado como ex libris por algunos humanistas y bibliófilos; cf. Habis 23 (1992) 394.

     [9] Extraída de Plinio el Joven, Cartas, 3.5.10 y recordada en otras obras posteriores; cf. Lazarillo de Tormes, ed. F. Rico, Madrid, 1987, 4 n.5.

     [10] Quijote, I, § 9, ed. L.A. Murillo, Madrid 1983, 142.

     [11] Cit. por J. A. Maravall, «La concepción del saber en una sociedad tradicional», en Estudios de historia del pensamiento español, I, Madrid, 1973, 252.

     [12] Prólogo de La rebelión de las masas, 1ª ed. 1916.

     [13] Cf. J. Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, ed. E.Torre, Madrid, 1976, 131.

     [14] "Habiendo discurrido entre mí del número grande de los libros, y de lo que va creciendo, así por el atrevimiento de los que escriben, como por la facilidad de la emprenta, con que se ha hecho trato de mercancía, estudiando los hombres para escribir, y escribiendo para granjear con sus escritos, me venció el sueño" República Literaria compuesta por don Diego Saavedra Fajardo, año 1612, ed. J. C. de Torres, Barcelona, 1985, 69.

     [15] Cit. por F.J. Bouza, Del escribano a la biblioteca. La civilización escrita europea en la Alta Edad Moderna (siglos XV-XVII), Madrid, 1992, 101, y L. Balsamo, «Il canone bibliografico de Konrad Gesner e il concetto di biblioteca publica nel Cinquecento», en Studi di biblioteconomia e storia del libro in onore di Francesco Barbieri, Roma, 1976, 83.

     [16] Cf. L. Gil (nota 1), 645 y 350.

     [17] Cf. L. Gil (nota 1), 607 y 662.

     [18] De expungendis haereticorum propriis nominibus, Romae: Joseph de Angelis, 1576, (Madrid BN: R 20664); cf. Bouza (nota 15) 104. Sobre la actividad de las imprentas de los reformados cf. F. Moureau, ed., Las presses grises: la contrefaçon du livre XVIe-XVIIe siècles, París 1988.

     [19] Antonio Agustín, a demanda de Antonio Gracián, secretario del rey, emitió un parecer, conservado en Escorial ms. &-11-15, sobre la organización de la librería escurialense proponiendo la adaptación de las clasificaciones de la Bibliotheca Universalis que preparaba fray Alfonso Chacón; cf. Graux (nota infra 24) 305 y 422. Dicha adaptación, que debió de circular manuscrita (cf. N.Antonio I, 18b), se publicará mucho más tarde: Bibliotheca libros et scriptores ferme cunctos ab initio mundi ad annum MDLXXXIII ordine alphabetico complectens, auctore et collectore Fray Alfonso Ciaconio, Parisiis: Apud viduam G.Jouvenel, 1731 [Ejemplar en París BN, sgn. Q.38].

     [20] Claudius Clemens, Musaei sive Bibliothecae tam privatae quam publicae Extructio, instructio, cura, usus, libri IV, Lyon: Iacob Prost, 1635 libro II, sección IV: Libri aditu Bibliothecae interdiciendi vel etiam cremandi, pp. 432-435.

     [21] Gabriel Naudé, Advis pour dresser une bibliothèque, 1ª ed. París 1627; cito por la reciente trad. y estudio: Consigli per la formazione di una biblioteca, a cura di M.Bray, presentazione di J. Revel; Nápoles, 1992, 13 y 42.

     [22] Cf. F.J. Bouza (nota 15) 116-124.

     [23] Deliberadamente excluyo de esta relación la figura, tan precursora como olvidada, de Fernando Colón; el interesado quedará satisfecho con la extensa introducción de T. Marín, «Hernando Colón y la Biblioteca Colombina», en K. Wagner y J.M. Ruiz Asencio, Catálogo Concordado de la Biblioteca Colombina I, Madrid-Sevilla, 1993, 19-352.

     [24] La semblanza más completa se debe a las notas de Gregorio de Andrés a su trad. de Charles Graux, Los orígenes del fondo griego del Escorial, Madrid, 1982, 96-102 y 120-121, notas (i), (k).

     [25] En vida no llegó a publicar nada: sólo se han localizado apuntes, cartas, informes y aprobaciones; cf. J. Simón Díaz, Bibliografía de la Literatura Hispánica [= BLH] XVI (1994), núms. 3530-3561. Como versificador latino cf. J. F. Alcina, Repertorio de la poesía latina del Renacimiento en España, Salamanca, 1995, nº 328, 156-160.

     [26] Cf. G. Antolín, Catálogo de los códices latinos del Escorial V (Madrid, 1923), 46-68; y A. Revilla, Catálogo de los códices griegos de Biblioteca del Escorial, Madrid 1936, pp. LIV-LVIII.

     [27] Escorial, ms. &-IV-33, ff. 126v-133r; resumido por J. Costas, «La historiografía hispano-latina renacentista», en J. Maestre y J. Pascual, eds., Humanismo y Pervivencia del Mundo Clásico, I (Cádiz-Teruel 1993), 53, a partir de E. Esteban, La Ciudad de Dios, III s., 28 (1892) 601-610 y 29 (1892) 27-37.

     [28] Cf. E. Esteban, «La biblioteca del Escorial (Apuntes para su historia)», La Ciudad de Dios, III s., 28 (1892) 414-416.

     [29] Escorial, ms. &.II.15, ff. 190v-195v; editado por Blas Antonio Nasarre, con dedicatoria al P. Fco. Rávago S.J., s/l, 1749; cf. Graux, (nota 24) 51 n.41. Fue extractado por E. Esteban, (nota 28) 418-424, y citado por muchos otros. Lo reprodujo completo, precedido de la carta al secretario Mateo Vázquez sobre el precio de libros manuscritos, T. del Campillo, en RABM, II s., 9 (1883), 165-178, edición por la que cito.

     [30] Cf. L. Gil (nota 1) 711.

     [31] Con este título, "Memoria para erigir una biblioteca en Valladolid", el prof. Iñaki García Pinilla me comunica que ha encontrado en la BU de Leiden (ms. VULC. 104 fasc. 4) esta misma obra de Páez de Castro que se extiende en los 6 fols. que viene a tener de extensión; de la descripción por partes que me facilita mi querido colega se infieren notables divergencias en su redacción.

     [32] Sobre J.B. Cardona todavía son válidas las notas de Francisco Cerdá y Rico, Clarorum Hispanorum opuscula selecta et rariora tum Latina tum Hispana, Madrid: Antonio de Sancha, 1781, pp. XLVIII-LII, que edita también sus obras, pp. 503 ss. Resulta escueto el apunte en BLH VII (1967) núms. 4901-4904, p. 472, e imperdonable el Diccionario de Historia Eclesiástica de España [= DHEE], supl., p. 110, confundiendo obispos homónimos. Se echa en falta un estudio de su correspondencia no pastoral.

     [33] El original de la edición de San Hilario se perdió en el sitio de Amberes, según carta a Antonio Agustín, en Valencia, 14 julio 1581, cit. por Graux (nota 24) 320, n. 80.

     [34] Escorial, ms. d-III-25, ff. 1-18: "Para la librería que la Magd. catholica del Rey Nro. Sr. manda levantar en S. Lorenso el Real" (copia en letra redonda. Firmado:) "El doctor J.Bap. Cardona, canónigo de Valencia"; cf. Graux (nota 24) 321, n. 82. Fue editado por T. del Campillo, «Traza de la librería de San Lorenzo el Real por el doctor Juan Baptista Cardona, Canónigo de Valencia (Biblioteca del Real Monasterio del Escorial, d-iij-25)», RABM, II s., 9 (1883) 364-377; este título no figura al frente del opúsculo sino en el índice ms. antiguo, según el editor, quien no dice de dónde procede la división en 53 parágrafos de su edición, por la que cito. Tampoco se facilita noticia de su fecha, pero Cardona menciona por dos veces (§§38 y 46) la muerte en "estos días" de Miguel Thomás de Taxaquet, obispo de Lérida, que ocurrió en 1578 (cf. DHEE, IV, 2538).

     [35] «De regia Sancti Laurentii Bibliotheca libellus sive consilium cogendi omnis generis utiles libros, et per idoneos ministros fructuose callideque custodiendae, cui adiunxit de bibliothecis quaedam ex Fulvio Ursino, deque Vaticana ex Onuphrii schedis», según el explícito título que da Nicolás Antonio (I, p. 646); fue publicado en 1587: IOAN.BAPT.CARDONAE, De regia S. Laurentii Bibliotheca. De pontificia Vaticana. De expungendis haereticor. propriis nominib. De diptychis. Tarracone: Apud Philippum Mey, ¥DXXCVII. Esta versión latina tuvo su recepción en los círculos especializados: Gabriel Naudé (nota 21, p. 27) la toma de modelo, así como es elogiada por Diego de Arce y Claudio Clemente, a los que no menciona Cerdá (cf. nota 32); Andrés Schott la reimprimió completa (A.S. Peregrinus, Hispaniae Bibliotheca, Francfurt, 1608, pp. 68-84) y Gallardo (II, nº 1583, p. 219) ofrece un resumen de su contenido. T. del Campillo (RABM 9 (1883) 426-437) comenzó a editarla con tr. enfrentada y luego la sacó completa en una edición especial para bibliófilos (cf. nota 41).

     [36] Punto destacado con el texto de las dos versiones por Graux (nota 24) 307 y 321.

     [37] En la versión española Cardona apuntaba como director a Antonio Agustín, al haber muerto su amigo y colega en el equipo de correctores de Graciano el doctor Miguel Tomás (cf. nota 34, y N.Antonio, II 147-148); en la redacción latina impresa lamentaba también tanto la muerte de Agustín como la pérdida en naufragio de la biblioteca de Thomás (p. 524 Cerdá).

     [38] Sólo en la versión latina: «A bibliothecis ex libro de Imaginibus Fulvii Ursini» (pp. 529-534) y «De bibliotheca Vaticana ex non editis Panvinii» (pp. 535-544, Cerdá).

     [39] El trabajo más reciente que aborda la vida y obra de este franciscano se debe a su compañero de hábito J. Meseguer Fernández, «La bibliofilia del P. Diego de Arce y la Biblioteca de San Francisco de Murcia», Murgetana 38 (1972), 5-32, quien redacta también el artículo en DHEE, supl., p. 39-40. Cf. también BLH V (1958), núms. 3882-3906, pp. 567-570.

     [40] Madrid BN 9525 y 17568, Salamanca BU 453; en los dos últimos aparece la dedicatoria al Inquisidor General Juan Bautista de Acevedo con fecha 1-I-1608 (cf. Bouza, nota 15, 123). Agradezco a don Oscar Lilao, de la BU de Salamanca, sus noticas al respecto.

     [41] Madrid: Viuda de Hernando, 1888; cf. Palau, s.v.  Arce, fray Diego, I (1948), nº 15440, p. 441; hay otra edición, s/a, con paginación 197-336, ejemplar B. Municipal de Jerez (sgn. N/9070), que continúa otro volumen con las obras de Páez y Cardona (cf. Palau, s.v. Páez de Castro (Juan), XII, p. 159, nº 208581). El contenido de este primer volumen, según me indica doña Cristina Peregrín, directora de la BU de Granada, donde existe un ejemplar (sgn. 125-1-5), es como sigue: 1) El Memorial de Páez de Castro (pp. 1-50). 2) La "Traza" de Cardona (pp. 53-95). 3) El "De regia" de Cardona con su tr. enfrentada (pp. 97-192). El autor de estas publicaciones de bibliófilo fue Toribio del Campillo, quien había anunciado una «Colección de bibliólogos españoles», RABM, II ser., 9 (1883), 163, al editar el "Memorial" de Páez y la "Traza" de Cardona (cf. notas 29, 34 y 35). Sólo llegó a publicar estas obras, según se desprende del índice de biblioteconomía en R. Gómez Villafranca, Catálogo de la Revista y el Boletín de Archivos, Bibliotecas y Museos en sus tres épocas (enero de 1871-diciembre de 1910), Madrid, 1911, 117-134.

     [42] Las pocas menciones que se hacen de esta obra parten de A. Rodríguez Moñino, Catálogo de libreros españoles (1661-1840), Madrid 1945, 18. Hay facsímil, también en edición no venal de bibliófilo, con tr. de L. Ruiz Fidalgo (Madrid, 1992). Cf. descripción y contenido en J. Solís, «Un testimonio latino desconocido en la controversia sobre la licitud del teatro en el Siglo de Oro: Araoz, De bene disponenda Biblioteca (Matriti, 1631)», Habis 26 (1995), 227-242.

     [43] Cf. F. Bouza, «La Biblioteca del Escorial y el orden de los saberes en el siglo XVI», en El Escorial: arte, poder y cultura en la corte de Felipe II, Universidad Complutense de Madrid. Cursos de Verano. El Escorial 1988 (Madrid, 1989), 88.

     [44] El catálogo impreso de su biblioteca está a nombre de Martinus Baillus, Tarragona: Phelippe Mey, 1586; cf. descripción en Graux (nota 24) 316; hay ejemplar en Madrid BN R/26116 (cf. BLH IV (1972), nº 3015, p. 566). Más tarde fue publicada la «Ant. Augustini Tarraconensium antistitis Bibliothecae m.s. Graeca Anacephalewsis (sic)», que precede a De emendatione Gratiani dialogorum libri duo, Tarracone: Apud Philippum Mey, 1587. Cf. A. Serrai (nota 4), IV, 88-89.

     [45] Bibliotheca Doctoris Gabrielis Sora, Zaragoza: Juan de Larumbe, 1618; cf. M. Jiménez Catalán, Ensayo de una Tipografía Zaragozana del siglo XVII, Zaragoza 1925, nº 179, p. 128. Cf. la exposición de su tabla de materias, "distributa per diversas facultates", por T. del Campillo, «La Biblioteca del Dr. Gabriel Sora», RABM 8 (1878), 337-340 y 353-358.

     [46] Notata quaedam ex libris quos ad unguem perlegi, eo, quo lecta sunt, ordine descripta (Madrid BN 9226); sobre algunos puntos de este ms. cf. Gallardo IV, nº 4192, p. 936; Bouza (nota 15), 59 y 112, lo fecha entre 1605 y 1615. Sobre su labor de editor del gramático tardío Terenciano Mauro cf. T. González Rolán y P. Saquero, «Sobre los avatares de la edición en el humanismo español: acercamiento a la actividad del granadino Juan Vázquez del Mármol como corrector general y crítico textual», CFC (Estudios Latinos) 3 (1992), 23-38.

     [47] Como las 64 clases de libros que Arias Montano ideó para la biblioteca de El Escorial y que sigue vigente: "No entendió su autor que cada una fuese disciplina por sí, que esto ello se dice, sino que muchas de estas divisiones son parte de una misma disciplina [...] sólo pretendió que en cada una se distinguiese lo que hace alguna diferencia"; cf. José de Sigüenza, Tercera parte de la Historia de la Orden de San Gerónimo, Madrid: Juan Flamenco, 1605, p. 773.

     [48] Cf. J. Solís, «El humanista extremeño Lorenzo Ramírez de Prado, entre Céspedes y el Brocense», en  La recepción de las Artes clásicas en el siglo XVI, E. Sánchez Salor y otr., Cáceres, 1996, 669-678.

     [49] Catálogo general de la librería de ... don Diego de Arce y Reynoso ... ordenada y tassada por Claudio Burgea, Madrid: Melchor Sánchez, 1666 (Madrid BN R/36416). Cf. en general M. Sánchez Mariana, Bibliófilos EspañolesDesde sus orígenes hasta los albores del siglo XX, Madrid, 1993.

     [50]  Cf. José Maldonado y Pardo, Museo o Biblioteca selecta de [...] Don Pedro Núñez de Guzmán, Marqués de Montealegre, Madrid: Julián de Paredes, 1677 (Madrid BN R/17.493); al frente de las secciones en que divide los libros "aparecen sendos resúmenes o noticias históricas en muy elegante latín"; cf. A. Rodríguez Moñino, «La colección de manuscritos del marqués de Montealegre», BRAH 126 (1950), 442.

     [51] Cf. M. Dexeus, «Diez años de historia del libro y las bibliotecas en España: 1983-1993», Boletín de la ANABAD 44 (1994), 149-160, que se centra en instrumentos bibliográficos, inventarios y catálogos abreviados de fondos antiguos de bibliotecas; estudios históricos de la producción de zonas concretas, pero no tiene nada sobre bibliotecas de la época. La relación más extensa de trabajos sobre bibliotecas que conozco es la exposición ordenada cronológicamente de los inventarios del XVI y XVII que ha consultado T.J. Dadson, «Libros y lecturas sobre el Nuevo Mundo en la España del Siglo de Oro», Historica 18 (1994), 1-26. Vid. et F. Huarte Morón, «Las bibliotecas españolas en la Edad Moderna», RABM 61 (1955), 553-576, y J.-M. Laspéras, «Inventaires de bibliothèques et documents de libraire dans le monde hispanique aux XVe, XVIe et XVIIe siècles», Revue française d'histoire du livre, 49e année, n. 28 (1980), 535-557.