José Solís de los Santos, «Pacheco, Francisco (1535-1599)», en Universidad de Sevilla. Personalidades, R. Serrera (dir.), Sevilla: Editorial Universidad de Sevilla, 2015, pp. 459-460.
PACHECO, FRANCISCO (1535-1599). La figura del canónigo Francisco Pacheco ha quedado desdibujada por la homonimia con su sobrino, el pintor maestro y suegro de Velázquez. Ni uno ni otro, y ni siquiera el mismo Velázquez, adoptaron los apellidos de sus padres en el orden hoy normativo. El linajudo Pacheco le vino al futuro calonge hispalense del tronco familiar, oriundo del valle del Toranzo, en Cantabria. Pero su padre, Hernando de Aguilar, era un tendero de la parroquia de San Dionisio, en Jerez de la Frontera, y, según consta en la partida de bautismo (22-XI-1535), su madre, Ana de Aguilar, no coincide con la que adujo en las pruebas de limpieza para la canonjía, Elvira López, legítima del tendero Hernando antes y después del bautismo de Francisco, y, como él, de origen santanderino. No se ha descubierto aún documentación de su educación en Jerez, donde por aquellos años ejercieron breve labor doctrinal fray Luis de Carvajal y san Juan de Ávila; tampoco hay pruebas del posible favor del canónigo Sancho Trujillo, natural de Jerez, primer colegial mayor de la Universidad de Osuna (1556). Como tal “Licenciado Pacheco” lo encontramos en Sevilla en 1565, en la firma de la más extensa de las macarroneas hispanas, y en 1568 en la documentación catedralicia que lo acredita como redactor del epígrafe que conmemora la construcción del campanario de la Giralda, tal vez la más preciosa inscripción latina de la Europa humanista. En 1569 fulmina, en tercetos encadenados, una sátira poética de polémica literaria en la que toma partido por el círculo clasicista e italianizante, según corrobora en su lírica latina de corte petrarquista. En marzo de 1570 comparecía el licenciado Francisco Pacheco en la “Cámara rectoral del insigne Colegio de Santa María de Jesús y Universidad de Sevilla” para probar los cursos de teología escolástica. En ese acto “juró en forma de derecho in verbo sacerdotis que es graduado de bachiller en Artes i Philosophia en esta Universidad puede aver quinze años poco más o menos, y firmólo de su nombre”. Esta declaración de estudios de humanidades clásicas en nuestra alma máter lo sitúa en Sevilla desde 1556, período durante el cual un testimonio posterior no documentado lo hace, junto a Benito Arias Montano (ca. 1527-1598), preceptor del joven Mateo Vázquez (ca. 1542-1591), aún no de Leca, presunto paje en la casa del provisor y vicario de la archidiócesis Juan de Ovando y Godoy (ca. 1515-1575). En efecto, de esas fechas datan cierta complicidad literaria con el eminente biblista, quien, años después, lo pondrá en contacto con destacados humanistas flamencos, Abraham Ortelius y Justo Lipsio, así como también la familiaridad con el decisivo legislador de Indias, canónigo hispalense además, por quien debió de acceder a su primera prebenda en la catedral, la capellanía de San Pedro (8-XI-1565). Ovando y Montano serán interlocutores ficticios en sus sermones morales de carácter neoestoico y horaciano (ca. 1574), que no se conocerán hasta estudios recientes (Barcelona 1975, y Cádiz-Sevilla, 1993). Da mayor veracidad a aquella noticia el permanente apoyo del todopoderoso secretario de Felipe II a su carrera eclesiástica, como visitador del hospital del Cardenal, y como capellán mayor de la Real en la catedral, que dependía de la Corona, y no del cabildo catedralicio, institución con la que mantuvo a veces tensas relaciones, y donde no habría de ingresar sino casi al final de su vida (8-VII-1592), por decisión del arzobispo Rodrigo de Castro (1581-1600). Pacheco ideó los programas iconográficos con sus leyendas latinas de exequias y traslados regios, Fernando III (1579), Ana de Austria (1580), Felipe II (1598); también escribió las que han quedado como monumentos epigráficos humanistas de la ciudad más importante de la Monarquía Hispánica, la mencionada de la Giralda (1568), las de la Alameda de Hércules (1574), la de la antigua Puerta de la Carne (1577), las del programa iconográfico del Antecabildo (ca. 1579), entre otras menos señaladas. En 1580 participó en Obras de Garci Lasso de la Vega, con anotaciones de Fernando de Herrera, con un espléndido poema preliminar en el que proclamó a los poetas de su generación como el siglo de oro de las letras españolas, doscientos años antes de que la crítica literaria empezara a usar, ya en castellano, esta misma denominación para dicho periodo de nuestra historia cultural. Bajo el nombre del ordinario de la archidiócesis, se publicaron sus himnos latinos de los santos patronos hispalenses (1591). Murió el 10 de octubre de 1599, sin que haya pervivido su efigie y semblanza en el Libro de retratos de su sobrino homónimo, de las que se vislumbra algún vestigio en el cuadro que de su imagen guarda la Biblioteca Capitular y Colombina de la catedral de Sevilla.
Nota bibliográfica: Por motivos del carácter conmemorativo de esta publicación, no se ha recogido ninguna bibliografía que acredite los datos y asertos de estas cuatrocientas semblanzas de personalidades ilustres de la Universidad de Sevilla (ISBN 978-84-472-1762-5). Por lo que respecta a esta que firmo del humanista Francisco Pacheco, la completa bibliografía hasta esa fecha está citada en mis artículos: «La inscripción conmemorativa de la Giralda», Archivo Hispalense, LXXXI/246, 1998, pp. 141-169. «Francisco Pacheco (c. 1540-1599), un eximio humanista jerezano en la penumbra», Tierra de Nadie 2, 1999, pp. 5-15. «Francisco Pacheco. Semblanza de un humanista», Diario de Sevilla. Culturas, 23-IX-1999, p. 9. «La macarronea sevillana del licenciado Francisco Pacheco» [coautor J. Montero], en Dejar hablar a los textos. Homenaje al profesor Francisco Márquez Villanueva, P. M. Piñero Ramírez (ed.), Sevilla: Fundación Machado. Universidad de Sevilla, 2005, 2 vols., I, pp. 637-666. «Partida de bautismo del licenciado Francisco Pacheco (22-XI-1535)», en Pro tantis redditur. Homenaje a Juan Gil en Sevilla, R. Carande, D. López-Cañete (eds.), Zaragoza: Pórtico, 2011, pp. 393-399. «El trasfondo humanista de la Alameda de Sevilla», Calamus Renascens, 13, 2012, pp. 75-138. «Siglo de Oro para las Anotaciones de Herrera», en Aurea Poesis. Estudios para Begoña López Bueno, Luis Gómez Canseco, Juan Montero, Pedro Ruiz Pérez (eds.), Córdoba-Sevilla-Huelva: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, 2014, pp. 99-109.
https://personal.us.es/jsolis/sembl.htm
José Solís de los Santos, «Francisco Pacheco. Semblanza de un humanista», Diario de Sevilla. Culturas, 23-IX-1999, p. 9.
La cultura y el talento del canónigo Francisco Pacheco influyeron decididamente en el ambiente cultural de la Sevilla de Cervantes y Velázquez. A él se debió la magnífica oda latina en honor de Garcilaso que abre las Anotaciones de Fernando de Herrera (1580).
Su figura se recuerda en las conferencias de un Seminario de la Facultad de Filología del 27 al 30 de septiembre.
En este año de tanta pompa y cenizas de aniversarios tal vez no sea excesivo conmemorar el IV centenario de la muerte del canónigo hispalense Francisco Pacheco (10 octubre 1599), cuya exigua y confusa fama está hoy eclipsada por el renombre de su sobrino homónimo, el pintor que fue suegro de Velázquez. Si, como escribió otro centenario, es ‘imprescindible una tenaz conspiración de porqués para que la rosa sea la rosa’ (Borges en Sur, nº 7, abril 1933), será lícito resaltar la necesidad del amparo y magisterio del tío para que el sobrino pudiese enseñar a su genial discípulo. Pero, dejando a un lado los embelecos de anécdotas y efemérides, ¿qué méritos le granjearon el reconocimiento unánime de sus coetáneos, entre ellos el del mismísimo Cervantes, quien le dedicó dos octavas del Canto de Calíope por encima del divino Herrera? (La Galatea, 1585) El licenciado Francisco Pacheco, nacido en Jerez de la Frontera, bachiller en teología, presbítero, capellán mayor y, finalmente, calonge (1592), debe ser valorado como humanista, esto es, un erudito en la antigüedad grecolatina con práctica en algún campo de la literatura, preferentemente en lengua latina, pero también en la vulgar. Desde su ingreso en 1568, casi con treinta años, en el clero catedralicio interviene en los programas ideológicos de la ornamentación renacentista del Magno Templo, de los que se pueden ver o adivinar hoy día la inscripción fundacional de la Giralda, los epigramas de los bajorrelieves del Antecabildo, la selección de los epígrafes bíblicos de la Sala Capitular, las leyendas de la Custodia Grande de Juan de Arfe, o los versos para la pintura mural de San Cristóbal de Pérez de Alesio; además redactó en latín otras inscripciones para arquitectura efímera, entre las que destaca las del magnífico túmulo que a la muerte de Felipe II (1598) levantaron las autoridades de la ciudad en medio de las injusticias y escándalos que harán interpretar irónicamente el celebérrimo soneto de Cervantes. Desde esta prestigiosa posición entre aquellos cultos eclesiásticos que lo designaron comisario del paraíso de la Colombina, fue también uno de los más activos promotores de los círculos literarios que se habían ido fraguando a lo largo de la intensa vida cultural de la Sevilla del quinientos, según vinieron a demostrar los estudios ya de este siglo sobre la Escuela Poética Sevillana y sobre ideas e imágenes de la pintura anterior a Velázquez. Pero con esta magra gloria local, por la que munícipes ufanos tributaron a otros la calle o lápida que él no tiene, su papel no pasaría de haber sido el de un espléndido contertulio, ocurrente y enciclopédico, al que poetas sin asiento y amigos recompensarían con elogios impresos sus consejos y convidadas. Así las cosas, el hallazgo y descripción de un manuscrito de la Real Academia de la Historia con sus obras inéditas nos descubrió la profundidad de su pensamiento y la calidad de su poesía y dotó a la Escuela Sevillana de la relevante literatura latina humanística de la que hasta entonces carecía. Sus himnos de los santos sevillanos enlazan con la poesía latino-cristiana tardoantigua, su lírica amorosa ejercita el petrarquismo en boga en toda la literatura vernácula del Renacimiento, pero en donde exhibe la altura de su pensamiento y la grandeza de su autonomía espiritual es en los 705 impecables hexámetros latinos que constituyen sus Sermones sobre la instauración de la libertad de espíritu para alcanzar la felicidad. En estos dos poemas que vierte en los moldes de la sátira latina ofrece una vindicación a ultranza de la vida interior: la carencia de esa dimensión espiritual del hombre en que se fragua la libertad individual e íntima es la causa de la pobreza de espíritu que nos hace ser en exceso dependientes de un control ajeno. Francisco Pacheco, durante sus años estudiantiles, debió de vivir con el dramatismo propio de esa edad la persecución del siniestro inquisidor Valdés, en la que se vieron envueltos, por los infundios e ignominias de toda tiranía, dos maestros y amigos suyos, Benito Arias Montano y Juan de Mal Lara. Era la primera vez que la Inquisición atacaba no sólo a conversos y herejes, sino a los erasmistas, ampliándose así la persecución religiosa a la pura represión intelectual. Es comprensible, pues, que por su larvado erasmismo, por la dura crítica que hace a la nobleza y a eclesiásticos arribistas y prevaricadores, con claras alusiones a miembros del cabildo que los contemporáneos podían fácilmente identificar, quedasen estos poemas inéditos al abrigo de los mojigatos que denunciasen ante el Santo Oficio su abyecto caso de conciencia. Así pues, Pacheco no fue un profesional de las humanidades, como Mal Lara o Medina, ni tampoco fue un innovador del lenguaje poético como Herrera, ni mucho menos un pensador sistemático como Arias Montano, antes bien, se nos revela como personaje clave de aquella generación que con su talento y su magisterio influyó decididamente en la poesía y la pintura sevillanas del Barroco.
https://personal.us.es/jsolis/SEMFP.htm
Presentación del Seminario de Otoño de la Facultad de Filología: Arte y literatura en Sevilla durante la segunda mitad del siglo XVI: En torno al canónigo Francisco Pacheco (1599). Universidad de Sevilla, 27 a 30 de septiembre de 1999.
La actividad literaria del canónigo Francisco Pacheco ha estado desatendida por la crítica durante más tiempo del que sus méritos exigen. Prácticamente, su recuerdo desaparece con la extinción de los hombres de letras del círculo de su sobrino el pintor del mismo nombre. A este olvido, agravado por la confusión de esta homonimia, se añade la falta del dibujo y texto dedicado a su persona en el Libro de Descripción de Verdaderos Retratos de Pacheco el pintor, que se publicó mútilo en 1870. La erudición literaria de principios del siglo XX rescató, junto con otros documentos y noticias, su «Sátira contra la mala poesía», editada por el cervantista Francisco Rodríguez Marín. También los estudios sobre las artes visuales del Siglo de Oro vinieron si no a destacar su labor en este campo, sí a diferenciar la personalidad de ambos parientes que adoptaron el mismo apellido familiar. Más adelante, desde el enfoque de la iconología y del concepto de programa iconográfico, se comenzó a revalorizar netamente su figura.
Merced a las investigaciones de Vicente Lleó Cañal, se le vino a considerar autor de los programas iconográficos de la ornamentación renacentista de la catedral, con las implicaciones ideológicas que tal consideración conlleva. Paralelamente a estos estudios, se dio a conocer un manuscrito de la Real Academia de la Historia que contenía sus poesías hasta entonces desconocidas. Este hallazgo reveló a Francisco Pacheco como el mejor poeta latino de la denominada escuela sevillana en torno a Fernando de Herrera.
Con ocasión del IV centenario de su muerte, ocurrida, según varios testimonios, el 10 de octubre de 1599, los coordinadores de este Seminario hemos reunido a los especialistas que han tratado estas dos vertientes de su producción, a saber, su colaboración en la iconografía de la catedral y su importante obra literaria, tanto latina como castellana. Participan también otros estudiosos de la literatura y del arte en la Sevilla de la época que justifican plenamente el título de este Seminario. Hoy lunes abrirá la sesión la Prof. Begoña López Bueno con una lección sobre el ambiente literario en Sevilla en la segunda mitad del quinientos. El Prof. Manuel Bernal hablará sobre Juan de Mal Lara, el maestro de todos estos poetas y humanistas. Cerrará la sesión de este día el Prof. Jesús Palomero, con su disertación sobre los programas iconográficos de Pacheco en la catedral. El martes intervendrán el Prof. Ignacio García Pinilla, estudioso de la obra de los reformistas españoles, el Prof. Bartolomé Pozuelo, editor de la mayor parte de la obra latina de Pacheco, y el Prof. Juan Francisco Alcina, el especialista en literatura latina humanística que descubrió el manuscrito de Pacheco en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia. Para el miércoles tenemos previstas las intervenciones los coordinadores del seminario. A primera hora la mía, sobre las concomitancias entre este canónigo de la catedral de Sevilla y Cervantes, y seguidamente el Prof. Juan Montero, que disertará sobre la transmisión y lecturas críticas de la «Sátira apologética o contra la mala poesía». Ese día finalizará con la conferencia de la Prof. María Isabel Osuna sobre la música en la Catedral de Sevilla. El jueves 30 de septiembre cerrarán este Seminario el Prof. Carlos Alberto González y la Prof. Carmen Álvarez, que disertarán, respectivamente, sobre el arte tipográfica y sobre los libros y lectores de aquellos años. Y por último, lo clausurará el Prof. Rogelio Reyes, editor y estudioso del Libro de Retratos del pintor Pacheco. Presentación del Seminario de Otoño de la Facultad de Filología: Arte y literatura en Sevilla durante la segunda mitad del siglo XVI: En torno al canónigo Francisco Pacheco (1599). Universidad de Sevilla, 27 a 30 de septiembre de 1999.
La actividad literaria del canónigo Francisco Pacheco ha estado desatendida por la crítica durante más tiempo del que sus méritos exigen. Prácticamente, su recuerdo desaparece con la extinción de los hombres de letras del círculo de su sobrino el pintor del mismo nombre. A este olvido, agravado por la confusión de esta homonimia, se añade la falta del dibujo y texto dedicado a su persona en el Libro de Descripción de Verdaderos Retratos de Pacheco el pintor, que se publicó mútilo en 1870. La erudición literaria de principios del siglo XX rescató, junto con otros documentos y noticias, su «Sátira contra la mala poesía», editada por el cervantista Francisco Rodríguez Marín. También los estudios sobre las artes visuales del Siglo de Oro vinieron si no a destacar su labor en este campo, sí a diferenciar la personalidad de ambos parientes que adoptaron el mismo apellido familiar. Más adelante, desde el enfoque de la iconología y del concepto de programa iconográfico, se comenzó a revalorizar netamente su figura.
Merced a las investigaciones de Vicente Lleó Cañal, se le vino a considerar autor de los programas iconográficos de la ornamentación renacentista de la catedral, con las implicaciones ideológicas que tal consideración conlleva. Paralelamente a estos estudios, se dio a conocer un manuscrito de la Real Academia de la Historia que contenía sus poesías hasta entonces desconocidas. Este hallazgo reveló a Francisco Pacheco como el mejor poeta latino de la denominada escuela sevillana en torno a Fernando de Herrera.
Con ocasión del IV centenario de su muerte, ocurrida, según varios testimonios, el 10 de octubre de 1599, los coordinadores de este Seminario hemos reunido a los especialistas que han tratado estas dos vertientes de su producción, a saber, su colaboración en la iconografía de la catedral y su importante obra literaria, tanto latina como castellana. Participan también otros estudiosos de la literatura y del arte en la Sevilla de la época que justifican plenamente el título de este Seminario. Hoy lunes abrirá la sesión la Prof. Begoña López Bueno con una lección sobre el ambiente literario en Sevilla en la segunda mitad del quinientos. El Prof. Manuel Bernal hablará sobre Juan de Mal Lara, el maestro de todos estos poetas y humanistas. Cerrará la sesión de este día el Prof. Jesús Palomero, con su disertación sobre los programas iconográficos de Pacheco en la catedral. El martes intervendrán el Prof. Ignacio García Pinilla, estudioso de la obra de los reformistas españoles, el Prof. Bartolomé Pozuelo, editor de la mayor parte de la obra latina de Pacheco, y el Prof. Juan Francisco Alcina, el especialista en literatura latina humanística que descubrió el manuscrito de Pacheco en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia. Para el miércoles tenemos previstas las intervenciones los coordinadores del seminario. A primera hora la mía, sobre las concomitancias entre este canónigo de la catedral de Sevilla y Cervantes, y seguidamente el Prof. Juan Montero, que disertará sobre la transmisión y lecturas críticas de la «Sátira apologética o contra la mala poesía». Ese día finalizará con la conferencia de la Prof. María Isabel Osuna sobre la música en la Catedral de Sevilla. El jueves 30 de septiembre cerrarán este Seminario el Prof. Carlos Alberto González y la Prof. Carmen Álvarez, que disertarán, respectivamente, sobre el arte tipográfica y sobre los libros y lectores de aquellos años. Y por último, lo clausurará el Prof. Rogelio Reyes, editor y estudioso del Libro de Retratos del pintor Pacheco.
José Solís de los Santos, «Francisco Pacheco (c. 1540-1599), un eximio humanista jerezano en la penumbra», Tierra de Nadie, 2, 1999, pp. 5-15. https://www.academia.edu/13283944
/Francisco_Pacheco_c_1540_1599_un_eximio_humanista_jerezano_en_la_penumbra
«Francisco Pacheco (c. 1540-1599), un eximio humanista jerezano en la penumbra», Tierra de Nadie 2, 1999, pp. 5-15.
FRANCISCO PACHECO (c. 1540-1599),
UN EXIMIO HUMANISTA JEREZANO EN LA PENUMBRA
José Solís de los Santos
Universidad de Sevilla
La homonimia es desde luego un engorroso inconveniente si se tiene la ilusión de que la posteridad vaya a sacarle a uno del aplastante anonimato en que sume al resto de los mortales. En el caso de estos dos Francisco Pacheco han venido a confluir intereses intelectuales coincidentes, actividades artísticas afines, la pertenencia a los mismos ambientes, amén de un parentesco que propició o reclamó un bondadoso nepotismo. Los dos abandonaron en su adolescencia sus respectivas ciudades natales, pero como la exigua y confusa fama está hoy día claramente descompensada en favor del pintor Francisco Pacheco del Río (1564-1644), más afortunado por los logros de sus enseñanzas que por su producción y preceptiva, quizá no esté de más, también en el año del IV centenario de la muerte, incluir una breve nota sobre su tío el canónigo en este espacio de la revista en que se reivindica la pertenencia al terruño, por matizable que en ambos casos sea.
Pero, ¿es que vamos a convertir ya a esta flamante revista literaria en una especie de hoja parroquial exhumando de rancios catálogos a uno de los hijos olvidados de esta ciudad ya de por sí algo levítica? Faltaría más. De su condición de eclesiástico baste recordar aquel refrán antiguo que aparece en el Quijote relativo al destino que aguardaba al hombre corriente, "Iglesia, mar o Casa Real", pues sobraría aquí la mención a consabidas investigaciones sobre la sociología de la época. Pero al margen de sus funciones religiosas, que ejerció con la ejemplar piedad que alaba y registra Nicolás Antonio, el canónigo hispalense Francisco Pacheco fue, por encima de todo, un humanista, esto es, un erudito en la antigüedad grecolatina con práctica en algún campo de la literatura, preferentemente en lengua latina, pero también en la vulgar.
En realidad la literatura la hacen no los escritores, sino nosotros los lectores. Cada vez que abrimos un libro y nos disponemos a vivirlo desde su primera página, estamos rehaciendo el acto creativo que inició el escritor, cuya obra queda inexistente sin este acto posterior de la lectura. No encuentro, pues, un aserto más considerado y ponderativo con el escritor, que el que establece Gabriel Naudé en sus consejos bibliotecarios: "Cualquier libro, por malo y denostado que sea, con el tiempo será reclamado por algún lector". Lo malo aquí es que el humanista jerezano Francisco Pacheco no llegó a publicar ninguna de sus obras, por más que podría haberse dado por satisfecho con ser, paradójicamente, el autor de la llamada escuela poética sevillana al que más veces debieron de leer sus propios contemporáneos y, andando el tiempo, generaciones venideras de turistas eruditos.
Francisco Pacheco fue el autor de las inscripciones latinas renacentistas que se exhiben en ese monumento digno de figurar en el Libro Guinness de los Records en que han convertido la Catedral de Sevilla. Hoy los visitantes pueden deletrear los rotundos hexámetros que glosan los bajorrelieves del Antecabildo, las sentencias doradas de la Sala Capitular, las claves del programa iconográfico de la Custodia Grande de Juan de Arfe, y tal vez adivinar, entre los grafitos de los gamberros, los virgilianos versos que dedicó a la pintura de San Cristóbal de Mateo Pérez de Alesio. También las inscripciones del magnífico túmulo que a la muerte de Felipe II levantó la ciudad de Sevilla en medio de injusticias y escándalos y que haría exclamar a cierto "poeta fanfarrón", como lo tildó un cronista de la época, aquellos versos por los que se sentirá socarronamente orgulloso:
Apostaré que el ánima del muerto,
Por gozar este sitio, hoy ha dejado
El cielo, de que goza eternamente.
Si es el lector quien determina la pervivencia del escritor, no será pequeño timbre de gloria haber tenido un lector como Cervantes (1547-1616). De tal cultivo, asiduo u ocasional, a fuer de inevitable en un hombre que era "aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles", presenta testimonio el hecho de que este modesto aspirante a ingresar en el Parnaso —entiéndase: lograr un sitio, aun sin asiento, en el boyante mundillo literario de la ciudad—, dedicara a Francisco Pacheco dos octavas del «Canto de Calíope» de La Galatea (1585), anteponiéndolo al mismísimo Fernando de Herrera (1534-1597). Y es que, al margen de calidad y carácter de la producción, el nombre del licenciado Francisco Pacheco no deja de mostrarse en toda empresa cultural o círculo literario de la ciudad a lo largo del último tercio del siglo XVI. Pero fue una fama efímera, como la mayoría de la arquitectura para la que fue compuesta, y aquellos escritos suyos que quedaron perennes en el metal o la piedra no registran su autoría, que se conoció sólo gracias al recóndito y escaso testimonio de sus coetáneos.
Como Cervantes, paisanos y peregrinos bien pudieron leer lo que fue su debut en este subgénero de la literatura, que por quedar plasmada en el soporte de escritura más resistente está destinada a perdurar a través de los siglos, si bien en la mayoría de los casos, en un pertinaz anonimato. Se trata de la inscripción que los canónigos hicieron colocar en la cara norte de la Giralda el año 1568, al término de las obras de acrecentamiento del campanario e instalación de la "Giganta de Sevilla", la primera vez que un coloso funcionaba también como veleta. En esta joya de la epigrafía renacentista el joven y prometedor humanista jerezano capta y compendia con tal elegancia y acierto todo el trasfondo ideológico que subyace en la remodelación y ornato de la torre del antiguo alminar almohade, que modernamente se le ha venido a considerar como el verdadero diseñador de todo el programa iconográfico del remate construido por el Maestro Hernán Ruiz (1508-1569).
A través del texto de la inscripción que redactó Francisco Pacheco para la Giralda se puede vislumbrar los motivos históricos por los que la colosal escultura de la veleta cobró la forma de una doncella con el atavío bélico de casco y grebas y con el incontrovertible símbolo de la palma de la victoria en representación de la Fe Triunfante.
Los canónigos de la Iglesia de Sevilla, con los auspicios de su pientísimo arzobispo Fernando de Valdés, por haberse organizado extraordinariamente bien la cuestión religiosa, una vez proscritos y eliminados los traidores a la Iglesia de Roma, mandaron que se instalase el coloso de la Fe Victoriosa, que gira hacia todas las regiones del cielo para detectar la tempestad.
Viene a decir en el más genuino latín epigráfico el humanista Pacheco en una parte de la inscripción. Los términos son de significado suficientemente lato como para haber podido pasar el examen de la comisión de expertos que revisó el epígrafe a guisa de las censuras y aprobaciones que preceden las publicaciones en el territorio de su Católica Majestad desde la infame pragmática de 1558. El arreglo de la cuestión religiosa se puede identificar con la clausura del concilio de Trento (1563), y por doquier los enemigos y traidores de la Iglesia Romana eran perseguidos y masacrados a manos de los contumaces paladines que los papas habían hallado, a veces a su ingrato pesar, entre nuestros compatriotas. Pero el texto de la inscripción denota más de lo que una primera lectura pueda dar a entender. La explícita declaración de que los adversarios de la Iglesia de Roma son no sólo enemigos sino también traidores y que éstos han sido eliminados pero también proscritos hace pensar en la cruel y desmesurada represión de los focos luteranos y erasmistas en los autos de fe de Sevilla y Valladolid entre los años 1557 y 1562, que precisamente provocó y dirigió el inquisidor general y arzobispo hispalense bajo cuyos auspicios se realizó la construcción del campanario de la Giralda. La última novela de Miguel Delibes, El hereje, está ambientada en el marco histórico de estos mismos incidentes en Valladolid. Los sucesos a que alude la inscripción de Francisco Pacheco con la mención explícita de su instigador, el arzobispo Valdés, tienen por sí mismos todos los ingredientes de un apasionante relato que, a falta de una maestría tal que lo remedie, mal podrá echar a perder la cuadra de indocumentados y caquécticos plumíferos que con el apoyo de los poderes mediáticos entran a saco en los recovecos de la Historia. El pientísimo celo en la persecución de herejes del inquisidor Fernando de Valdés (1483-1568), que habría de librar a sus prójimos de su siniestra presencia ese mismo año de 1568 en que terminaron las obras, tiene un motivo personal en el hecho de la pérdida del favor de la Corona al verse defraudado el joven Felipe II en su solicitud de colaboración económica precisamente por parte de quien le debía sus enormes riquezas. Recordemos que llegó a procesar nada menos que al primado de España, Bartolomé de Carranza, cuyo único delito fue, según contrastadas investigaciones, ser arzobispo de Toledo. Y a la persecución de Sevilla había precedido un abierto y enconado enfrentamiento del arzobispo con su cabildo por causa de la provisión de la llamada canonjía magistral, la que tenía como tarea la oratoria sagrada. Además, la sede hispalense, de la que era titular desde 1546, sólo le importó como fuente de sus cuantiosas rentas o como instrumento y campo en el que ejercer su poderío, pero siempre desde la corte, Valladolid, desde donde enviaba esbirros y consignas que habrían de sumir la intensa vida espiritual de la ciudad en el terror y paralizar toda actividad cultural que no estuviese imbuida de ortodoxia. No sólo se vio afectado el estamento eclesiástico por la revisión del proceso del canónigo magistral Doctor Egidio, cuyos huesos exhumaron y quemaron, y la prisión y condena de su sucesor, Constantino Ponce de la Fuente, cuya fatalidad le llevó a guardar sus escritos heréticos en un falso tabique en casa de una viuda de la que se decía su amante hasta acabar siendo descubiertos por un hijo de ésta, aturrullado ante la visita de los inquisidores; también sufrieron injusta prisión personalidades relevantes de la enseñanza y la cultura, como Juan de Mal Lara (1526-1571), e incluso llegó a verse envuelto por una delación Benito Arias Montano (1527-1598), quien por aquellos años ya debía de haber trabado estrecha amistad con el propio Pacheco. Finalmente, los que no fueron ejecutados tras los autos de fe, o murieron en medio de bárbaras torturas, huyeron lejos del dominio de su Católica Majestad, y sus actividades y escritos contribuyeron a la formación de la Leyenda Negra, muchos de cuyos argumentos, merced a estos hechos, hacen flaquear el más acendrado patriotismo, pues todo se hacía con el conocimiento del prudente Rey, ese príncipe del Renacimiento en que destacan, por contra, los rasgos más retrógrados y misoneístas de esa fascinante época.
Tal vez parezca al eventual lector que llevo demasiado lejos la praxis hermenéutica intentando sugerir que mediante la mención de semejante defensor de la ortodoxia, obligada por lo demás, pues era el titular de la diócesis, el redactor de este epígrafe pretendiese una especie de damnatio memoriae a la inversa. Para quien no lo sepa, este latinajo, aquí a propósito epigráfico, define una práctica judicial por la cual los emperadores romanos condenaban también a perpetuo olvido tanto a los reos de lesa majestad como a nefastos predecesores eliminando sus nombres de todos los registros e inscripciones; algo así como lo que hizo Stalin al borrar a Trotski de la foto de la célebre arenga. Pero lo cierto y verdad es que la tan imponente como hermosa Victoria que ha oteado los tejados de Sevilla no resultó en principio muy simpática. En el Quijote siempre aparece en un contexto burlesco, tal vez porque aquellos terribles triunfos por los que fue erigida estaban demasiado patentes para Cervantes, de quien existen indicios para asegurar que en su adolescencia, en torno al 1565, estudió con los jesuitas en Sevilla, orden religiosa que vino a compensar las demandas en la enseñanza después de la persecución. Más tarde, encontró la colosal veleta ya instalada con su flamante leyenda que conmemora unos acontecimientos demasiado cercanos como para que quedasen diluidos en las acepciones más generales de estas palabras que los connotan.
Pero volviendo a nuestro Francisco Pacheco encontramos también en otra obra suya la que sin duda es la primera mención literaria de la escultura conocida hoy como Giraldillo. En esta obra, Satira contra la mala poesía o Sátira apologética en defensa del divino Dueñas, datada quizá por el propio autor en 1569, cuando todavía no habían colocado la lápida cuyo epígrafe redactó, el «coloso de la Fe Victoriosa» se ve convertido en un ancho jarro donde Júpiter introduce las calamidades que liquidan el estado de primitiva bienaventuranza anterior a la perniciosa moda italianizante de los poetastros que entonces pululaban por la Atenas Bética:
Sólo a Vulcano dio en secreto parte.
El cual vació de bronce un ancho jarro
de magisterio y arte que dio Vargas
a Morel, del coloso alto y bizarro.
Lanzóle dentro Júpiter mil cargas
de enfermedades ruines y de lastre
de deudas y desdichas muy amargas.
La referencia al Giraldillo es inequívoca por la mención expresa del fundidor, Bartolomé Morel, y del diseñador, el pintor Luis de Vargas. Y aunque lo de 'lastre de deudas' apunta con toda seguridad a las desdichas muy amargas que Morel soportó en el transcurso de la fundición del coloso broncíneo alto y bizarro, pues incendiósele el taller y la casa y contrajo deudas que lo llevaron a la cárcel, el tono de los dos últimos endecasílabos expuestos recuerdan los sentidos versos de Mal Lara en que alude, con acento ovidiano, a la injusta prisión que sufrió durante la persecución en 1561:
Qué sufrimiento grande y qué cordura
Mostró la fiel alma cuando solo
Estuve en aquel término de verme
Sin hacienda, sin vida, ni honra y alma,
De no ser ya en el mundo más entre hombres.
Pero, además de éstos, nuestro Francisco Pacheco vuelve mencionar a la colosal figura de la Fe Triunfante por medio de la clave metafórica del jarro que aparece en el fragmento precedente:
No hay tantos arenques en Malines,
ni tantas berenjenas en Toledo,
ni en Sevilla poetas malandrines,
cuantos males parió el regüeldo y pedo
de aqueste astroso jarro; uno bastara:
que es no tener argén, que es harto acedo.
El calificativo que Pacheco aplica al jarro, astroso, significa aquí 'que tiene mala estrella', y es que, decididamente, la estatua debería de parecerle de mal fario (tal vez no sea inadecuado emplear este concepto entre gente de Jerez y Sevilla, según nos atribuye solidariamente Javier Marías en Negra espalda del tiempo) por todas las tristes circunstancias que la habían rodeado, pues no le arredra siquiera recurrir a lo escatológico para cargar las tintas en su crítica literaria. Por lo demás, nuestro grave humanista también era proclive a usar de esta sal gorda en sus escritos, como lo demuestra el comienzo de un poema macarrónico suyo, escrito en una mezcla burlesca de latín y vernáculo, que ahora felizmente ha sido localizado:
Plus adamate mihi quam dulcis gana cagandi
Para cuyo significado y prescindible exégesis, remito al lector a un dicho recogido en una de las obras festivas que se atribuyó a Quevedo, Gracias y desgracias del ojo del culo.
Tal es en gran parte el tono de esta composición de 706 endecasílabos en tercetos encadenados que Pacheco escribió, con un afecto protector por sus paisanos que siempre tuvo, en defensa del licenciado Diego Rodríguez de Dueñas, compañero de estudios y aliado en los lances literarios, y contra la plaga de poetas malandrines que fatigaban los oídos de la gente de mejor gusto. El inicio es del más puro remedo del género satírico, la indignación que suele componer versos:
¿Qué bestia habrá que tenga ya paciencia,
Que no tome la pluma y haga guerra
Contra aquesta musaica pestilencia?
Nótese el cultismo 'musaica', esto es, 'de las musas', que no prosperó, tal vez por referirse a las más escabrosas moradoras del Parnaso, como se manifiestan en este otro fragmento que preludia las imágenes grotescas de la picaresca del Barroco:
Veréis mesarse las bergantes musas
y al viento desparcir la liendre y greña,
por no sé qué putescas garatusas.
Los culos se descubren y el alheña
Del ladilloso bosque pendejero,
Con toda aquella espesa y honda breña;
Las tetazas de adarga y de pandero,
Con todo el territorio del ombligo,
Que emplazan a cualquiera majadero.
Todas las palabras hay que entenderlas en el sentido más soez, turpi vocabuli sensu, como sugiere sin otra explicación el único comentador y primer editor de la Sátira, el Bachiller de Osuna, en sucinta nota a ese último verso, en que por medio de 'majadero' se alude claramente al sentido de un refrán en el Vocabulario de Correas: "Mariquiya, majemos un ajo, tú cara arriba, yo cara abajo". 'Emplazar' está en su acepción cinegética tal como sugieren las metáforas campestres de alheña, bosque, breña: "Llámase concertar o emplazar [...] ir los monteros [...] y saber la caza que en el monte hai, y el lugar donde está, y la parte donde ha de ser la corrida" (Diccionario de Autoridades).
De vez en cuando aparecen adjetivaciones de eficaz fuerza expresiva, como la que describe, mediante un oximoron conceptista que recuerda aquella 'comida eterna sin principio ni fin', las exasperantes demoras en los pagos por parte de la Casa de Contratación de Indias, pintura que merece aplicarse a cualquier oficina burocrática de todo tiempo y lugar:
Cobranzas inmortales y mezquinas
De la Contratación inexorable,
Purgatorio de ánimas mohínas.
¿Podrá entenderse que en medio de este salaz y a veces burdo apicaramiento de la vida cultural se introducen subrepticiamente declaraciones que apuntan a una crítica del sistema, indicios de protesta por la situación de manifiesta injusticia social? Quizás no sólo la naturaleza imita al arte, también entendemos la historia modificada por la literatura, y entrevemos la atmósfera sofocante de las persecuciones inquisitoriales y censuras eclesiásticas con sus amenazas de tormento y cárcel como un anticipo del "gigantesco negocio" en que se ve involucrado Joseph K. Por otro lado, sabemos de ilustres casos en el Siglo de Oro en que la polémica literaria da pie para introducir la crítica social; pueden espigarse datos en la controversia sobre la licitud del teatro e incluso el mismo Quijote. No sería la primera vez en la historia en que un poder represor y tiránico tolera la literatura y el estudio de épocas remotas y modélicas como único cauce en que se desenvuelva sin peligro la inquietud intelectual de los intimidados súbditos. Piénsese en el auge de las materias de Historia Antigua en los planes de estudios después de la guerra incivil. Los guiños de comparación implícita, de manifiestas analogías, de sutiles sugerencias que se infieren de la historia y literatura clásicas sólo serán captados por las mentes recalcitrantes de los desafectos. Y cuando la gente empieza a pensar por cuenta propia, se lanza la consigna "Más deporte y menos latín", para que la sigan a machamartillo incluso quienes no hubieran debido. Y es que el latín es como el esqueleto de la lengua, y ésta la sangre de las Humanidades: en la Instrucción Pública sí que fue dejado todo "atado y bien atado".
Cierto espíritu de crítica o protesta se hace patente en la obra de más calado filosófico de Francisco Pacheco, si bien enmarcado en un contexto neoestoico y con inequívocas reminiscencias clásicas. Esta obra se inscribe en un tipo de poesía, la epístola moral, del todo periclitado hoy día pero de notable vigencia y fecunda productividad en la época, durante la cual se dan verdaderas cumbres no ya de este género concreto sino de toda la poesía castellana en su historia, cual es el caso de la Epístola Moral a Fabio, cuyo autor, el anónimo sevillano que dijera Borges, pudo conocer de primera mano las creaciones de los círculos de Pacheco y Herrera a través del que fue su padre, Pedro Fernández de Andrada.
A pesar de su título, tan pomposo como definitorio, Sermones sobre la instauración de la libertad del espíritu para alcanzar la felicidad, en estos dos poemas Francisco Pacheco aborda y resuelve con notable eficacia y acierto temas comunes de la literatura didáctico-moral. Es el poema la forma literaria donde se plasma ese rasgo distintivo que diferencia primordial y etimológicamente el verso de la prosa. La prosa prosigue hacia adelante hasta el punto final, al menos en teoría. Al verso lo llamaron así porque versa, da la vuelta, es decir, contiene elementos, los más llamativos el ritmo y la rima, que logran un sistema interno de referencias. Esto estaba tan claro para los antiguos, que muy pocas veces pierden el tiempo en hacer abstracción de ello. También está claro para quienes, del modo, grado y sentido que elijan, toman la producción de los clásicos como modelo. Así que, como era de esperar, el conjunto de estas dos epístolas morales, que Francisco Pacheco intitula con la denominación clásica de sermones, guarda una estructura unitaria en la construcción y desarrollo de cada una de sus cuatro partes.
A saber: con ocasión de la convalecencia del amigo a quien dedica y dirige la epístola, va desarrollando la línea argumental de los dos poemas; en la primera, la libertad original del hombre recién creado y la subsiguiente degeneración con los males y sus causas; en la segunda, señala el camino para recuperar la felicidad mediante la sabiduría y la virtud, el alejamiento del mundanal ruido, para terminar ejemplificando esa vida retirada y virtuosa con el caso concreto del grupo de amigos comunes reunidos en torno al biblista Benito Arias Montano, del que participan autor y destinatario y que viene a ser reflejo y sucedáneo de la situación paradisíaca con que había iniciado los poemas. Y todo ello a lo largo de 705 impecables hexámetros latinos en los que a cada paso va surgiendo un denso sistema de referencias no sólo formales, a través del empleo continuo de expresiones de los autores clásicos, sino también en el contenido, por medio del tratamiento de temas típicos literarios como argumento de las unidades estructurales de las epístolas. Literatura de quintaesencias, podría argüir alguno, pero tanto en el fondo como en la forma estas dos epístolas exceden con creces lo que pudiera ser un mero y hueco ejercicio de un aficionado a las letras. No voy a entrar en la minuciosa exposición intertextual y contextual de esta obra latina del licenciado Pacheco; al interesado, si ha llegado alguno hasta aquí, remitiría a la nota bibliográfica. Sólo me gustaría apuntar algo acerca del tratamiento que hace de dos lugares comunes de la literatura clásica. Al exponer el estado de libertad original del hombre, Francisco Pacheco lleva cabo una de las más elaboradas exposiciones del tema de la edad de oro en la literatura del Renacimiento. El desocupado lector tendrá noticia de este tópico por el discurso de Don Quijote a los cabreros de aquella evocación de los "tiempos derechos en que corría la verdad", en que se "ignoraban aquellas dos palabras de tuyo y mío". Hoy aceptamos que la edad de oro es el mito con el que los hombres nos hemos representado la tarde remota, diáfana e inmarcesible, en que nuestro padre nos llevó de la mano a conocer el diamante más grande del mundo. Entonces era un referente alegórico para cimentar el edificio ético y teólogico de explicación del mal y para establecer las pautas de la búsqueda de la felicidad a través del bien, la virtud o la gracia santificante, que también sirve. Por otro lado, el mito de la edad de oro fue utilizado como adorno literario en la propaganda del poder político, de donde pasó a la periodización artística; pero no es este el caso que nos ocupa. Siguiendo esta tradición retórica a la que se suma por su actualidad el mito del buen salvaje, Francisco Pacheco combina este tópico, sin ningún viso de practicar la mitología comparada, con el episodio bíblico análogo, el paraíso terrenal, y a este respecto, debemos tener en cuenta la importancia que para aquellos hombres tenían la palabra y la letra del texto sagrado. Sin ir más lejos, en la exposición orgánica e interpretación del estado original del hombre que daría a conocer años después su amigo Arias Montano, la rectitud moral e intelectiva del primer Adán tutelada por su Creador en el Huerto del Placer es la plenitud y la dicha que sólo son dadas conocer a un niño con respecto a sus padres, que para su mente tierna son unos auténticos dioses, como ya el poeta Virgilio sugirió con aquel controvertido verso de que al niño «que no le sonríen sus padres ni un dios lo acoge en su mesa, ni diosa ninguna en su lecho», con que termina la Égloga en que trata el mencionado mito.
Pero a Francisco Pacheco no le interesa ese estado de prístina beatitud, él va a batallar con la madurez de hierro de un ser humano hundido en el pecado y la culpa, a poner de manifiesto los vicios, a satirizar las costumbres. Y la fórmula es atacar al vulgo profano, objetivo de los denuestos de la poesía moral, desde Teognis a Horacio pasando por los estoicos. Y no es que los clásicos sean unos clasistas. Estos tópicos, aun siendo tan comunes y manidos, no se han desprendido de su validez. Lo que los clásicos llamaban plebe entregada a los bajos placeres, y lo que la patrística entendía por hombre exterior, se conecta con el hombre masa petulante y violento, y hoy se podría decir del consumidor lobotomizado por los estólidos espectáculos con que bombardean los medios y por el miedo a perder el trabajo alienado que da de comer. O sea, el panem et circenses del indignado Juvenal. Dice Francisco Pacheco en la exposición de los primeros pasos de los males del mundo, de la injusticia y de la discriminación entre los hombres:
Creció además la ínclita majestad de los reyes y la reverencia al cetro sometió los espíritus. Pues quienes experimentaron en su interior las agitaciones desenfrenadas del espíritu y aprendieron a hacerse esclavos de las pasiones por propia iniciativa, dóciles ya para sufrir el yugo del cuerpo y sus vergonzantes leyes, fácilmente admitieron ya la tiranía externa [...] También admira el vulgo a quienes el palacio aprisiona en sus felices grilletes y en su jaula de oro.
Al margen de la diatriba antihedonista y de la tajante dicotomía de cuerpo y mente, ya periclitadas y en buena hora, subyace en estos y otros versos una clara vindicación de la vida interior: la carencia de esa dimensión espiritual del hombre en que se fragua la libertad individual e íntima es la causa de la pobreza de espíritu que nos hace ser en exceso dependientes de un control ajeno.
Estas epístolas latinas las escribió Francisco Pacheco entre 1573 y 1575, y su difusión no pasaría de los asiduos a aquellos círculos literarios, tal vez por la dura crítica que hace a la nobleza y a los eclesiásticos, con claras alusiones a miembros del cabildo que los contemporáneos podían fácilmente identificar.
Y es que, como dijo el cronista Ortiz de Zúñiga en el zeugmático estilo de la época, "sus papeles en prosa y verso logran superior estimación, la imprenta ninguno, con sentimiento de doctos"; pues, incluso una colección de himnos de santos de la Iglesia sevillana, en nueve de los cuales Francisco Pacheco participaba con bellas estrofas sáficas, fue impresa en Sevilla en 1590 pero a nombre de don Rodrigo de Castro, el arzobispo que le otorgó la canonjía en 1592. Tal desinterés por el reconocimiento de su obra se conlleva con el principio de la filosofía antigua de la vida retirada tan practicado por los poetas del Siglo de Oro, y así, al igual que el autor de la Epístola Moral, pudo decirnos:
Quiero, Fabio, seguir a quien me llama,
y callado pasar entre la gente,
que no afecto los nombres ni la fama.
NOTA BIBLIOGRÁFICA: Quien más se ha dedicado hasta el momento a la figura y obra de nuestro humanista es Bartolomé Pozuelo Calero, de la Universidad de Cádiz; en su exhaustivo estudio "Hacia un catálogo de las obras del canónigo Francisco Pacheco", Excerpta Philologica Antonio Holgado Redondo sacra, I (Cádiz, 1991), págs. 649-686, y en su monografía El licenciado Francisco Pacheco. Sermones sobre la instauración de la libertad de espíritu y lírica amorosa (Sevilla, 1993), recoge y comenta todas las fuentes que determinan el estado actual de la cuestión, amén de edición y traducción de textos. Su importancia como humanista se reveló definitivamente gracias al hallazgo y descripción del manuscrito con sus obras latinas en la Real Academia de la Historia por Juan Francisco Alcina, "Aproximación a la poesía latina del Canónigo Francisco Pacheco", Boletin de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, XXXVI, 1975-76, págs. 211-263. La única publicación jerezana que contiene una obra de Pacheco se debe a José López Romero; en su libro El poeta jerezano Diego de Dueñas (s. XVI). Sus poesías (Jerez de la Frontera, 1991), págs. 76-95, reproduce con pulcritud la primera edición de la sátira que dio a conocer y comentó Francisco Rodríguez Marín, en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 3ª ép., XVII 2 (Madrid, 1907), págs. 1-25, y 433-454. De esta sátira prepara una edición crítica mi colega Juan Montero Delgado, "La Sátira contra la mala poesía del canónigo Pacheco: consideraciones acerca de su naturaleza literaria", en Actas del II Congreso Internacional de Hispanistas del Siglo de Oro, II (Salamanca, 1993), págs. 711-718; el mismo J. Montero ha sido quien por fin ha localizado y conseguido el poema macarrónico cuya pista había perdido el excelente catálogo de J. F. Alcina, Repertorio de la poesía latina del Renacimiento en España (Salamanca, 1995), s.v. "Macarronea", nº 4, págs. 133-134, y cuya edición conjunta estamos estudiando. La relación identificativa entre el retrato de Francisco Pacheco que se conserva en la Biblioteca Colombina con el de un poeta desconocido que aparece al final del Libro de Retratos del pintor homónimo es debida a Joaquín Pascual Barea, en Archivo Hispalense, LXXXIX, 240 (Sevilla, 1996), págs. 199-203. Las concomitancias entre la Epistola Moral a Fabio y los Sermones de Francisco Pacheco están expuestas en la edición de aquélla en «Biblioteca Clásica» 58 (Barcelona, 1993), a cargo de Dámaso Alonso y con introducción de J. F. Alcina y Francisco Rico.
De la persecución inquisitorial en Sevilla presenta detallada exposición y amplia bibliografía Álvaro Huerga, Historia de los Alumbrados españoles (1570-1630). IV Los alumbrados de Sevilla (1605-1630), IV (Madrid, 1988), págs. 31-89. El lance del recitado del soneto, pero sin el estrambote, por el propio autor está documentado y comentado por el hispanista Stanko Vranich, "El 'Voto a Dios' de Cervantes", en Ensayos sevillanos del Siglo de Oro (Valencia-Chapel Hill, 1981), págs. 94-104.
Por último, me gustaría hacer una puntualización al hilo de una de las numerosas confusiones que se han deslizado en la identificación u obras de tío y sobrino. En el algo rancio catálogo de Diego Ignacio Parada y Barreto, Hombres ilustres de la ciudad de Jerez de la Frontera, precedidos de un resumen histórico de la misma población (Jerez, 1875), pág. 331, se afirma del jerezano: "No descuidó las artes y principalmente la pintura, en la cual fue gran perito y práctico maestro. Los retratos de [...] personalidades ilustres de su época, se deben a la habilidad de su pincel, que ha sido confundido con el de su discípulo y sobrino el célebre pintor Pacheco, que reunía la circunstancia de llevar su mismo nombre". Es verdad que este compilador de glorias paisanas tuvo poco tiempo para examinar lo que quedó de El Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, que había dado a conocer trunco José María Asensio en 1870; pero aunque hoy sabemos que esta obra se debió al sobrino pintor, tal vez haya que considerar la intervención del tío, si no en el dibujo, en la composición de algunos dísticos latinos que lo adornan e incluso en la misma inspiración, que si bien sigue claramente la tradición italiana de "Elogios" de gente ilustre, puede haber estado influido en lo que respecta a los compañeros académicos por la práctica de los "Alba amicorum" centroeuropeos y protestantes a través de noticias de Arias Montano. Y para corregir la posterior confusión por la homonimia, que se detecta lamentablemente en los más importantes subsidios eruditos, y a la frecuente imprecisión simplificadora de sus ciudades nativas, pues ambos son considerados sevillanos, bastaría con que se hubiese consultado los exactos datos que proporciona el tomo 40 de la «Espasa», y, así, nos habríamos ahorrado el pretexto del exordio.
Jerez, 10 de octubre de 1998.