José Solís de los Santos«El paraíso como biblioteca», Jerez InformaciónSíntesis: Suplemento cultural de Publicaciones del Sur, nº 4, domingo 6 marzo 2005, p. 9.

PARADISVS SVB SPECIE BIBLIOTHECAE

La antigua tradición que imagina ciego al poeta se origina dentro de una civilización que no practicaba la lectura silenciosa, en la que, de leer, se leía en voz alta, y toda la literatura era genuinamente auditiva. En nuestro tiempo resulta más amarga esa paradoja del hombre de letras que, cuando perdió la vista, lo nombraron director de la biblioteca nacional de su país, a él, que se

                                                                  figuraba el Paraíso
                                              bajo la especie de una biblioteca
.

          De siempre y ahora más que nunca, he creído que leer un buen libro tras otro y mantener una conversación inteligente y amigable sobre cualquier asunto humano o divino es lo mejor que uno puede hacer en sus horas libres, entiéndase desayunado y con la ropa interior puesta.

             Un ángulo me basta entre mis lares,
             un libro y un amigo, un sueño breve,
             que no perturben deudas ni pesares.

            Ante el bombardeo de la imagen en la pantalla, de la información sesgada o discutible de los medios, pocos reductos de libertad interior nos quedan tan puros e inalienables como la lectura. Algunos se están dando cuenta ahora, después de la obnubilación cibernética, de la complejidad y el valor que comporta en la educación el acto habitual y casi banal de la lectura para la paulatina interiorización del conocimiento, para ir convirtiendo la información en auténtico saber. ¿Es que alguien del siglo pasado puede leer en una pantalla de plasma como lee en un libro? La pantalla es para escribir, para aprovechar las infinitas, por interminables, posibilidades de corregir el propio texto, vincularlo a otros, como en la red de un inmenso aleph borgiano que abarca y encierra momentáneamente todo el universo, el virtual, a la postre tan fenomenológico como el real, y también comunicarnos, al mismo tiempo o casi, con otros prisioneros de esta caverna platónica, y las horas devoran el día. Pero lo que invita a “leer bien, es decir, a leer despacio, con profundidad, con intención honda, a puertas abiertas y con ojos y dedos delicados”, según escribió Nietzsche el filólogo, es este instrumento perfecto de cultura, esto es, de humanidad, que nos legaron aquellos hombres antiguos, que también, ya antes, habían inventado el alfabeto.

                    Las grandes almas, que la muerte ausenta,
                    de injurias, de los años vengadora,
                    libra, oh gran don Joseph, docta la imprenta.

            En la primera biblioteca que registra la historiografía legendaria, la del faraón Ramsés II, cuentan que había un lema en su frontispicio cuya formulación en griego, psychiatreion, suena un poco inquietante por vincular, en apariencia, la lectura con la locura. Rara maestría de un escritor “aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles”, la de inventar un personaje que se vuelve loco precisamente leyendo; magnífica ironía que no entendió el sarcástico Montesquieu, cuando escribió que las bibliotecas españolas sólo guardaban novelas y tratados de teología escolástica amontonados por “un enemigo secreto de la razón humana. El único buen libro que tienen es el que ha hecho ver lo ridículo que eran todos los demás”. En realidad, la leyenda griega de la librería sagrada del faraón apunta, como tradujeron los humanistas, animi medica officina (“taller medicinal del alma”), al factor recreador y hedonista que para el espíritu entraña la lectura como ámbito y dominio de aquel hombre interior fraguado por el primer Platón y acuñado luego por san Pablo.

                                     Yo he dado en Don Quijote pasatiempo
                                     al pecho melancólico y mohíno,
                                     en cualquiera sazón, en todo tiempo.

          En toda ficción de misterio e intriga es en la biblioteca donde se encuentra el pasadizo secreto que da a la trama un inesperado giro en la aventura: se saca del anaquel un libro y se abre un mundo mágico o surge una olvidada historia que da un sentido nuevo a los personajes. No existen cementerios de libros, por más que un monarca planetario pretendió alejar de sus súbditos el saber, encerrando en su arriscado panteón berroqueño una riquísima librería, a la que, entonces, motejaron de bibliotafio, pero aún hoy algunas de nuestras bibliotecas remedarían un descensus ad inferos o cualquier otro avatar escatológico si no lo remediara el personal competente a su servicio. Sin atisbar siquiera que la lectura es la ecología del espíritu, abandonamos en subvencionados jardines (o zonas verdes, que paraíso es jardín en antiguo persa) el desvencijado proyecto de una biblioteca universitaria digna.

            Como declararon los hombres del Renacimiento, que inventaron la imprenta, y los libertinos de la república de las letras, que se emanciparon de la férula eclesial, “cualquier libro, por malo y denostado que sea, con el tiempo será reclamado por algún lector”. Hermoso el Poema de los dones, de Jorge Luis Borges, que inspira este lema latino, por su reconocimiento entusiasta de la cultura escrita, que con el lamento por la maldición de su ceguera quiere animarnos a la lectura, mientras el Hacedor supremo nos conserve la vista y nos dé un respiro la informática dichosa. https://personal.us.es/jsolis/pssb.htm