Todos los Viernes Santo me las arreglaba para ir a Sevilla a ver la recogida de la Macarena. Siempre me encontraba con mi padre, cuando vivíamos en la Alameda, en alguno de los bares del mercado de la Feria o en ca’ Mateo, que tenía entraba por esa calle y en Palacios Malaver salida por su bodega. Mis hermanos nacieron en Palacios Malaver. En la calle Ancha de la Feria nos encontrábamos con amigos de mis padres, con mis primos, con antiguos compañeros de colegio, conocidos de siempre, entre enésimos cafés, peregrinos de la Madrugá. Era como una romería de barrio. El paso de Pilatos pasaba bastante antes, con los Armaos. La Virgen no había llegado ni a Sor Ángela. A mis recuerdos de infancia les hacen canciones, se me ocurrió escuchando una copla de Carlos Cano. Es el único timbre de aristocracia que osaría ostentar. Chaves Nogales escribió al comienzo de su Vida de Juan Belmonte lo más hermoso que se ha podido escribir de una calle. Pero eso ya es literatura, por más que la literatura, dueña y señora del relato, influya más humanamente que la misma realidad. Desde que murió mi padre, dejé, sin pena que lo explicase, de presentarme a esos bullicios que secretamente añoraba, hasta este abril de 2020 en que me había prometido una vuelta a los recuerdos de antaño, implacablemente frustrada en este encierro.