El teatro es el género literario más hondamente vinculado con la democracia. La tragedia ática surge cuando la práctica de la ‘polis’ está plenamente desarrollada en las ciudades estado helenas de todo el Mediterráneo, y en Atenas están a punto de ensayar las más participativas formas de gobierno. Por encargo y a expensas de Temístocles, el dramaturgo Frínico representó una tragedia, Fenicias, en que se dramatizaba la derrota de los persas en la segunda de las guerras médicas. Las representaciones dramáticas causaban tal impacto que, en la primera de estas guerras, las autoridades prohibieron y multaron a este mismo autor por la conmoción que provocó su tragedia La toma de Mileto, arrasada  por los persas. Había que elevar la moral de victoria de las ciudades independientes ante la agresión de un imperio despótico y, si se quiere, totalitario. El patriotismo todavía no era refugio de ningún canalla. Esquilo, que quiso que la posteridad le recordara como combatiente en Salamina (como Cervantes en Lepanto), escribió los Persas, en la que exaltaba el valor y la estrategia de Temístocles en esa decisiva batalla naval. Un joven Pericles financió su representación. Y es que la democracia es un dilema que a veces acaba en tragedia, sobre todo cuando no se articulan llevaderamente las necesidades del ‘demos’ y los intereses del ‘kratos’. Democracia significa que el poder debe contar con el pueblo, aun para fastidiarlo, pero con las explicaciones suyas que procedan y respeto a las que la gente nos queramos dar. Por eso los romanos, genios absolutos en el arte de gobernar, promovieron las representaciones dramáticas al estilo griego pero en latín, para que disfrutaran todas las classes del pueblo, en un momento tras la primera guerra púnica en que se preveía su máxima colaboración y solidaridad. En compensación por tanto abuso del respetable, estos artistas transformaron al pueblo en ciudadanía, a las tribus en distritos, disfrazando al sujeto de derechos y deberes con la máscara de los histriones etruscos. Persona es tal vez la metáfora más noble que ha proporcionado el lenguaje poético: la vida es teatro, la persona humana por encima de toda condición individual. Todas las civilizaciones y culturas tienen epopeyas, poesías líricas y corales, literatura sapiencial y narraciones. En casi todas (recordemos la alegoría de Borges de La busca de Averroes) hay también representaciones dramáticas vinculadas a ritos más o menos primitivos: solamente en la tragedia griega hay un desenlace fatal cuya conmoción provoca la purificación de la comunidad por cuya causa se representa. El poeta trágico hace morir al protagonista, que es el héroe que con su grandeza de alma se sacrifica por su comunidad. Los evangelios conciben la Pasión en los esquemas poéticos de la tragedia clásica. En el recio Medioevo despierta el teatro en las representaciones de la Navidad y la Pasión, además de las festivas en las Carnestolendas, y hasta los carnavales, en los que aún se vislumbra la mano del comediógrafo Aristófanes cuyas pullas, algo chapadas a la antigua, encajaron democráticamente desde Sócrates hasta el mismísimo Pericles. ¡Nadie podrá con el teatro! Y ahora, las ocho de la tarde, como acaban las comedias latinas: ¡Aplaudid!