José Solís, «Prólogo», José Luis Nuevo Ábalos, Miguel Cabello Valboa (1536-1606) o la invención de la novela incaica. Ensayo histórico-filológico, Madrid: Edición Personal, 2009, pp. 7-9. ISBN: 978-84-613-6220-2.

Prólogo para el libro de un viejo amigo

Iglesia, o mar, o casa real. La triple disyuntiva del incierto medro individual que se le planteaba a quien no heredara mayorazgo, fue ejercida cumplidamente y a menudo simultaneada por este español del Siglo de Oro sobre el que mi viejo colega José Luis Nuevo Ábalos lleva trabajando algunos años con esmero de filólogo y con primor de literato. Miguel Cabello Valboa (1535-1608), nació en la villa de Archidona antes de que Pizarro con sus socios paisanos y aliados indígenas abatiera al imperio de los incas, y murió en el mismo Perú en fecha igualmente no documentada. Militó (servir al rey aún se decía en tiempos de mi abuelo) en Flandes antes y después de las campañas que culminaron en San Quintín. Ya en el Nuevo Mundo fue ordenado sacerdote secular, donde también sirvió al rey o al virrey en expediciones por el Alto Amazonas. Y de mar, bien entendamos comercio y empresa, en una tripartición que se asemeja, pace Dumézil, a la de las primitivas sociedades indoeuropeas, o bien, con arreglo a las tres potencias del devenir histórico que estructuró Burckhardt, a saber, Religión, Estado y Cultura, tenemos a nuestro autor, a fuer de perulero, enfrascado también en aquella otra dicotomía contemporánea de las armas y las letras. Por fortuna para él, para la posteridad y sobre todo para los indios, este “soldado del Rey y de Cristo”, así lo aclama su devoto sospitator Luis Valcárcel, se inclinó mucho más por estas últimas, y menos como leguleyo que como escritor y poeta.

Miguel Cabello fue uno de los muchos españoles que se afanaron por estudiar y comprender la cultura y la historia de los pueblos que, paradójicamente, habían empezado a destruir. Con calculada paradoja, las directrices políticas y legislativas de la metrópoli impidieron la formación de una nobleza criolla con gobiernos hereditarios que habrían consumado en poco tiempo la total destrucción de las Indias, que denunciara Las Casas, el obispo de Chiapas. El imperio español es un dominio a la romana, de colonización y civilización, con leyes dadas por el poder central y puestas en ejecución por gobiernos provinciales; no fue un imperio meramente capitalista, como los coetáneos portugués y holandés, ponderados sobre el hispano en el reciente análisis de Henry Kamen. Desde 1539 se pueden imprimir libros en Tenochtitlán, y si el islam no llegó al Japón fue por el parapeto de las Filipinas. Es sólo un hecho, no un juicio de valor. Como daño colateral les inoculamos una perezosa propensión a valorar, por encima del mérito personal, el favor del rey, o de quien lo validara (el enchufe diríamos hoy), fuente inagotable de superlativas corruptelas: siempre ha sido peligroso, siendo tantas las equivocaciones humanas, vivir solamente con la inocencia, que dijo el republicano Tito Livio.

En su interpretación del Nuevo Mundo, como le sucediera ya a Colón en sus escolios, Cabello Valboa no puede despegarse del bagaje cultural del Antiguo, y, así, lo vemos en los preliminares de su obra histórica, recurrir al apartado de antigüedades debatiendo el origen de los indígenas americanos a partir de los vástagos de Noé, y, sorprendentemente, a través de la lectura de una obra que pudo tal vez zafarse de la Inquisición por estar escrita en recio latín. Se trata del Apparatus de comentario que constituía el último tomo de la Biblia Políglota de Amberes (1574), preparado por Benito Arias Montano, cuya consulta le recomienda una pléyade de funcionarios metidos a eruditos académicos. Ya antes había entablado en Nueva Granada (actual Colombia) amistosas controversias sobre dicho punto con el prócer Gonzalo Jiménez de Quesada, el autor del Antijovio, obra de polémica ideológica contra el historiador carlino Paolo Giovio, tan voluminosa como el Anti-Dühring engeliano. Contribuye a este capítulo de la historia de las ideas el que a tan gran distancia y en tan poco tiempo se hubiera leído y tenido en cuenta ese copioso volumen de páginas que el escriturista frexnense había elucubrado con afanoso raciocinio bajo esos controvertibles presupuestos. Pero tampoco era ninguna tontería demorarse en disquisiciones filológicas sobre el texto sagrado: en virtud de correcciones sobre la Biblia Vulgata ahora admitidas, se vaticinaba que “los cautivos de Jerusalén que están en el Bósforo (Sefarad alia lectio) ocuparán las ciudades australes”. Habría que ver lo que quiso decir el profeta Abdías, pero la corrección de Bósforo por Sefarad, daba bastante juego tanto al mesianismo de los conversos, como legitimaba el belicismo conquistador de los cristianos lindos. Allá ellos. Gracias a Dios, nulla mihi religio est, que dijo Horacio, como buen epicúreo. Lo que resulta curioso es que los nombres que le dan a la vieja Hispania judíos y árabes, Sefarad y al-Andalus, proceden de mitos griegos: Hespérides y Atlántida (lo de los vándalos es un cuento goticista). Mucho abarca el peso de la tradición grecolatina, pese a la saña con que se han venido arrinconando en nuestros planes educativos los estudios de lengua y literatura clásicas. También, en nuestra indiferencia por la realidad histórica, nos conformamos con el simple escaparate ante la impronta mudejar y morisca y el problema judeoconverso en la literatura española de estos dorados siglos.

En consonancia con el espíritu tridentino que animó aquella magna empresa editorial de la Biblia Políglota, que asumió la Monarquía Católica, la novela de amor incaico que inserta nuestro autor, cuya edición es el objeto del estudio de Nuevo Ábalos, es un “amor verista, puro y tridentino, moral y religioso, que culmina con el paso de sus protagonistas por la vicaría”: no encontraremos ni por asomo el amor platónico o cortés ni el jovial erotismo de la picaresca.

Cabello Valboa escribió la Miscelánea Antártica a lo largo de diez años, en medio de sus peripecias andinas y marañonas, rematándola el 9 de julio de 1586. Diole tal nombre, por primera vez usado en la literatura española, por el revoltijo de asuntos históricos, etnográficos, novelísticos que incluye, en la tendencia a la mezcla de géneros y temas que es característica de la ruptura de límites de la modernidad: la mentalidad de la época clásica conceptúa la mezcolanza como confusión y caos; le horroriza, le parece censurable o ridícula: “Si un pintor unir quisiera a una cabeza humana el pescuezo de un caballo, etc.”, dijo, exagerando, otra vez el Venusino. Por lo demás, la innovación literaria era la única forma de modernidad que toleraba el inmovilismo berroqueño de aquella clase dirigente, pero sin sacar los pies del plato: de ahí la estúpida diatriba del conde detestable Jacopín contra el divino Fernando, “el que subió por sendas nunca usadas”.

También escribió, harto modestamente, verso castellano; entre ellos se le debe un correcto y antologizado soneto en los preliminares de una obra sobre el alzamiento equinoccial de Lope de Aguirre. Estas composiciones están estudiadas y reproducidas en esta monografía que presento. Cabello Valboa era sobrino del descubridor del Pacífico, Vasco Núñez de Balboa, pero nuestro autor siempre firma de puño y letra como Valboa, sin duda seguro de que no confundirán en la inicial la ambivalencia gráfica que se heredó del latín clásico, donde no hay distinción entre u/v ni i/j, ni, por supuesto, se pueden confundir. En los siglos altomodernos, tanto en impresos como manuscritos de cualquier lengua, se adoptó la convención de escribir v inicial y u en interior de palabra. Y, así, encontramos “vuo” cuando debemos leer “hubo”. Por eso Cervantes firma Cerbantes, para dejar claro que no es Ceruantes. Por eso pusieron hache a huevo, para no terminar diciendo bebo. Sin embargo, queda bonito el nombre Iván, clara variante gráfica, por los motivos expuestos, del menos exótico Juan. Valga esta disquisición filológica discrepante en la presentación de una cuidadosa edición crítica, que viene a rescatar una variante manuscrita de una originalísma obra de las recién inauguradas letras hispanoamericanas, que se acompaña con un glosario de voces quechuas y del español de la época, que no rehúye en ningún momento la nota explicatoria del indispensable comentario, que ofrece, en fin, un panorama de las vicisitudes de la obra inédita de este autor, que pueden ser comparables al destino de marasmo y olvido de gran parte de la literatura no canonizada de nuestro fecundo Siglo de Oro. José Solís de los Santos. 2009.

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