José Solís de los Santos, «El antiguo reino de Sevilla y la civitas Hispalensis», en Milenario del Reino de Sevilla, Manuel García Fernández, Emilio González Ferrín (eds.), Sevilla: EUS. Diputación Provincial, 2024, pp. 81-90. ISBN 978-84-472-2771-6, 978-84-7798-531-0.
EL ANTIGUO REINO DE SEVILLA Y LA CIVITAS HISPALENSIS
José Solís de los Santos
Universidad de Sevilla
Si atendemos a los meros datos cronológicos, el reino de Sevilla tiene más antigüedad que la potencia peninsular con la que guarda una consonancia verbal parecida a la que existe entre el nombre latino de la ciudad y el que tuvo la antigua provincia romana de la que deriva la nación moderna en la que ambos reinos tuvieron desigual encaje. La paronomasia de Sevilla y Castilla e Híspalis con Hispania fue esgrimida con erróneos argumentos por la erudición local en pro de una primacía eclesiástica y política que nunca se llegaría a efectuar. Nebrija, que inició en la Castilla cuatrocentista la prosapia mitológica para su patria chica mediante la lectura y comentario de un poema romano descubierto en el Renacimiento, recogió la tradicional etimología isidoriana de Hispania con el héroe epónimo Hispalus e Hispalis, sin empacho de mezclar corónimo, topónimo y onomástica ficticia, y de espaldas a la etapa, cultura y religión en las que se había fundado el reino durante el cual la ciudad configurará su trazado urbano definitivo. /p. 82/
Pues el amplio perímetro de murallas con que el imperio magrebí almohade dotó a la capital del reino instituido un dos de noviembre del 1023 por el predecesor del rey poeta al-Mu’tamid (1069-1091), es el mismo que vemos en el plano que mandará levantar el asistente Olavide (1771). Los musulmanes almohades también establecieron el puente permanente de barcas (1171) que continuó operativo incluso después de la actual reorganización en provincias (1833). La administración del puente potenció el arrabal de Triana, que se hará marinero al remozarse las atarazanas (1252) que también los almohades magrebíes habían construido en el arenal de Isbiliya (1184) junto a la Torre del Oro (1220). Y el magnífico alminar (1198) de su mezquita, que la Iglesia sevillana cristianizará con la Giralda (1568).
El pasaje del erudito poema sobre la segunda guerra púnica con el que se inventó Nebrija su abolengo clásico proporciona las señas de identidad geopolítica de la futura fortaleza y mercado, “la gran metrópoli de España”: “Híspal, populosa por el océano y por el flujo y reflujo de sus mareas” (et celebre Oceano atque alternis aestibus Hispal Sil. 3.391). La repetida aposición con que Herrera exaltó a su ciudad natal, “Reina del grande Océano dichosa”, guarda reminiscencias de este hexámetro de Silio Itálico, cuya recepción en España también había inaugurado, según parece, el primero de nuestros humanistas.
En la etimología del nombre antiguo de Sevilla subsiste un híbrido compuesto de un elemento turdetano, o autóctono, his-, sin interpretación mientras no se descubra la piedra de Rosetta de las lenguas prerromanas de la Península, y otro fenicio, bal > pal, que encubriría el nombre del dios semita Baal, como sucede en los conocidos antropónimos púnicos Hannibal y Hasdrubal. La forma latina regularizada, Hispalis, conlleva una pronunciación esdrújula en caso nominativo que se ve declinada en paroxítona en el resto de la flexión. Esta peculiaridad acentual de esos nombres propios cartagineses está probada en un pasaje de Aulo Gelio, donde, con varios testimonios del gramático Marco Valerio Probo, registra que se “pronunciaba ‘Hannibâlem’, ‘Hasdrubâlem’, ‘Hamilcârem’ con acento circunflejo en la sílaba penúltima” (Hannibalem et Hasdrubalem et Hamilcarem ita pronuntiabat, ut paenultimam circumflecteret Gell. 4.7.2), por más que la poesía épica abrevió a partir /p. 83/ del nominativo proparoxítono Hannibal el resto de la flexión a fin de que encajasen estos onomásticos en la versificación dactílica. Este dato del erudito de las Noches áticas acerca de la pronunciación original de los nombres púnicos, y Valerio Probo era oriundo de Beyrut, además de cimentar esa hipótesis etimológica, aclara la evolución en árabe que ya apuntó sin la explicación de la apofonía vocálica el mismo Nebrija: “nombre corrompido por el morisco, de Ispalis en Isbilia”.
No tiene por qué ser peyorativo que se corrompan los nombres; peor fue que, en aquel ambiente abierto al saber universal, se escatimara a la cultura musulmana incluso una mínima participación en la evolución de la toponimia: en opinión de Domingo de Valtanás, representante de la espiritualidad ya criptoerasmista de mediados del primer dorado siglo, Sevilla no procede del árabe Isbiliya, sino de Civilia, contracción imposible del sintagma Civitas Iulia, por lo demás indocumentado para la colonia <Iulia> Romula Hispalis, que fue el nombre oficial de la ciudad en virtud de la ley municipal dada por un magistrado romano en ejercicio, muy probable en el año 45 a. C. por el dictador Gayo Julio César. Y aunque bien pudiera haber sido su hijo adoptivo César Octaviano quien otorgó el estatus jurídico de municipio, fue gracias a los Comentarios de la guerra civil cuando Híspalis salió de los rincones de la Prehistoria, pues no se ha hallado todavía un escrito más antiguo que la mencione. Además de patrón, pues el magistrado daba su nomen a todos sus actos legislativos, habría sido para nuestra ciudad como un padrino en la historia y la cultura. De Gayo Julio César cuando solo había alcanzado por elección de las tribus el cargo vitalicio de pontífice máximo, es la sentencia que leemos grabada a lo largo de todo el friso en la Sala Capitular Baja del edificio histórico del Ayuntamiento, cuya construcción se inició en 1527 por un proyecto de Diego de Riaño (c. 1495-1534): OMNES HOMINES QVI DE REBVS DVBIIS CONSVLTANT AB ODIO, IRA, AMICITIA ATQVE MISERICORDIA VACVOS ESSE DECET. HAVD FACILE ANIMVS VERVM PROVIDET VBI ILLA OFFICIVNT (“Todos los hombres que deliberan de asuntos dudosos es conveniente que estén libres de odio, ira, amistad y compasión. Difícilmente el espíritu averigua la verdad cuando aquellos sentimientos estorban”. Salustio, Conjuración de Catilina, 51.1). Es el discurso en defensa de la legalidad /p. 84/ democrática, que Salustio contrapone a la réplica estatalista de Catón durante el debate senatorial (el epígrafe omite el vocativo patres conscripti ‘senadores’, después del primer sintagma) contra los incausados por la conspiración que lideró Lucio Sergio Catalina en el año 63 a. C. Los hechos que relata César (Caes. civ. II 18,1 y 20,4) corresponden a sucesos del 49 a. C., pero los latinos conocieron y llamaron Hispal, con acento llano y aspiración inicial que explica la hache conservada hasta la Antigüedad tardía, el poblado que las legiones de Escipión destruyeron en el transcurso de la segunda guerra púnica, después de la batalla de Ilipa (206 a. C.) y antes de la fundación de Itálica. El pasaje de Silio Itálico, supuesto paisano en todo lo largo del Siglo de Oro, remonta a un episodio datable en el 218 a. C., la revista de tropas iberas por Aníbal, mejor que Ánibal, en sus Punica, descomunal poema épico elaborado con más esmero que talento durante los años de la dinastía Flavia (70-96).
San Isidoro, verdadero patrono de Sevilla, ya había apuntado a la fantasiosa agnominación etimológica de Hispalus e Hispanus, pero solo constató la referida institución municipal por el poder del pueblo romano: “Julio César fundó Híspalis, a la que denominó Julia Rómula por su propio nombre y por el de la ciudad de Roma” (Hispalim Caesar Iulius condidit, quam ex suo et Romae urbis vocabulo Iuliam Romulam nuncupavit Isid. Orig. XV 1, 71), prefigurando, no obstante, esa translatio studiorum que se convertirá en uno de los tópicos culturales más fecundos del hispanismo. Para el clérigo Guillermo Pérez de la Calzada, que debió de asistir en los reales de Fernando III a la “restauración” de Sevilla (1248), la urbs Ispalensis fue fundada per Iulium Cesarem Romanum imperatorem, según señaló en el preámbulo de sus versos goliardescos, sin hacerse eco de la leyenda de la fundación mítica de la ciudad que empezaba a insinuarse en la crónica goticista del arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada (1170-1247) y aflorará monumentalmente en la epigrafía moderna de las columnas de la Alameda de Hércules (1578).
Quienes consumaron con tal alarde artístico y literario la abolición de la influencia cultural musulmana no podían ni plantearse siquiera la probabilidad de que el mito de la fundación de Hércules estuviera ya esbozado en la historiografía hispanoárabe a través de una reinterpretación erróneamente identificativa de la primitiva formación palustre de la ciudad con las /p. 85/ ruinas de la edificación romana que se ubicaba en el entorno de la actual calle Mármoles. En efecto, fue en la Primera Crónica General de España de Alfonso X (1252-1284) donde aparece dicha atribución mitológica adornada con el relato del levantamiento de seis pilares y una inscripción que vaticinaba una suerte de destino manifiesto: “E puso alli seys pilares de piedra muy grandes, e puso en somo una muy grand tabla de marmol escripta de grandes letras que dizien assi: aqui sera poblada la grand cibdat”. Frente a la parquedad con que relata el hecho la Historia Gothica de Jiménez de Rada, otra muy probable fuente de las crónicas alfonsinas, la denominada Crónica del moro Rasis, había adornado el acontecimiento fundacional con la alusión a esos pilares o mármoles que venían pintiparados al imaginario e iconografía del gran héroe de las mitologías del Mediterráneo antiguo.
La circulación por los ambientes cultos de las traducciones primero portuguesa (1344) y luego castellana de esa Historia de los soberanos de al-Andalus, de Ahmad al-Razi (889-955), fraguó la identificación de aquellos hercúleos pilares con los restos materiales de las columnas enterizas de granito que se hallaban en una cueva de la collación de San Nicolás. Así lo declaró fehacientemente mosén Diego de Valera (1412-1488), en su “copilación” de la crónica alfonsina que por mandato de la reina Isabel dio a la imprenta en uno de los incunables sevillanos de Alonso del Puerto (1482): “allí mandó poner seys mármoles muy grandes, los quales oy están en Seuilla, en una casa de la judería” (Crónica abreviada de España, p. 75 Moya).
Había ya campo abierto para la autocomplaciente mistificación de prosapia clásica y consecuente acallamiento de la realidad musulmana en que se cifraba una redondilla castellana que aún hoy podemos leer grabada en la lápida en la esquina de la Puerta de Jerez con la calle de Maese Rodrigo: “Hércules me edificó, / Julio César me cercó / de muros y torres altas. / [Un rey Godo me perdió] / Y el Rey Santo me ganó / con Garci Pérez de Vargas”. Tampoco justifica el ninguneo el juego numérico de una inscripción latina que ostentaba la remodelación renacentista de la desaparecida puerta de la Carne (1576-1579): “El Alcida fundó la ciudad, Julio la renovó, la restableció para Cristo el héroe Fernando el Tercero” (Condidit Alcides, renovavit Iulius urbem, | restituit Christo Ferrandus tertius heros). /p. 86/
Consideración aparte será sopesar razones y circunstancias por las que la etapa musulmana no cabía en la síntesis historiográfica de los humanistas, y no solo de los españoles, pues el considerado a pocos años de su muerte como padre de lo que después llamaremos humanismo, Francesco Petrarca, manifestó antipatía y desprecio por los árabes expresando su visión deformada del islam como nefanda superstitio: “Odio a toda esa raza por completo” (odi genus universum (Sen. XII 2, 68). Petrarca, Epístola a Giovanni Dondi de Padua, 17-XI-1370, p. 3270 Socas). Y el irenismo a ultranza promovido por Erasmo para los reinos cristianos encontró limitaciones en una deseable guerra defensiva contra los turcos. Menos explicación tiene que la erudición decimonónica haya aceptado para el origen del nombre de Andalucía la etimología poética de Vandalia que excluía la patente realidad hispanomusulmana.
Volviendo al poblado cuya fundación atribuyó la Crónica del moro Rasis a un Hércules probablemente sincretizado con el Melqart fenicio, nos las habemos con un entorno lacustre en el seno del estuario del “Betis, río y rey tan absoluto, / que da leyes al mar, y no tributo”, que ha erigido un mestizaje de etnias y de lenguas propiciado por comercio marítimo. Para la antigua cultura mediterránea el mar es el camino, póntos, de la misma raíz indoeuropea de pons, ‘puente’. El mar es la vía de comunicación más rápida y durante un tiempo la única factible. Aníbal tiene que cruzar los Alpes porque Cartago no tiene un solo puerto aliado ni en la Italia penínsular ni en las dos grandes islas del Tirreno que los romanos han convertido en provincias. Por mar se desplazaron las legiones a las costas de la Galia mediterránea y a Hispania hasta la construcción en el 118 a. C. de la Via Domitia, prolongada más tarde hasta Cádiz por la Via Augusta. La filosofía poética situó el fin de la dorada edad de la justicia paradisíaca en el comienzo de la navegación, la protagonizaran la “Cudicia” de los míticos Argonautas o la de las históricas Tres Carabelas.
Un puerto bien resguardado es el lugar idóneo para la capital de un reino en esta nuestra edad de hierro. Tal reza la lápida sepulcral del rey castellano que el 23 de noviembre de 1248 ganó a los almohades la “civitatem Hispalensem, quae caput est et metropolis tocius Hispaniae”. El goticismo de la historiografía medieval es de índole política y religiosa. La unidad política /p. 87/ comporta, además de la del territorio, la integración de los súbditos, que Leovigildo pretendió bajo la religión arriana frente al cristianismo romano de francos y bizantinos, las dos potencias que hostigaban entonces el dominio de la Hispania visigoda. La conversión al catolicismo de su heredero Hermenegildo y su coronación pública mediante la unción y consagración, además de sentar el precedente de la exaltación al trono por una gratia Dei, provocó que también por primera vez se documentara en la numismática y la epigrafía un rey soberano para Sevilla. Pero los visigodos asentaron su capital en Toledo, donde se desarrollaron también los concilios primero arrianos y definitivamente desde Recaredo los católicos romanos, sin el menor vestigio de un cuestionamiento de la primacía toledana por parte de los ordinarios de la sede hispalense, san Leandro, que propició la conversión del princeps ad regnandum Hermenegildo, ni de san Isidoro, que reprobró su insurrección y su petición de ayuda a los bizantinos.
Fue una tendencia opuesta a la que había imperado en la civilización mediterránea grecolatina, la de situar el timón de la nave del estado en una población sin un cercano y sometido puerto marítimo. En el centro casi de la Península el rey Leovigildo levantó Recópolis (578), la única fundación urbana que se debió a iniciativa regia durante el primer Medioevo europeo, pues en la de Vitoria se reutilizó la planta de la romana Velegia Alabense, como después la llamará una de las crónicas asturianas. También los emires y califas oriundos de los desiertos árabes establecieron su capital en una ciudad donde de ninguna manera podían atracar los navíos.
Con la represión de Hermenegildo, la sede de su efímero reino de Ispalis quedó apartada del eje mediterráneo que la conectaba geopolítica y culturalmente con Cartago y Bizancio, prefigurando antes de la época musulmana el alejamiento de Roma con la vinculación y dependencia de los canales migratorios y mercantiles con África y el Oriente. Es muy probablemente el sentido que subyace en el término Al-Andalus, el Oriente de Occidente, que se basa en el análisis de la numismática griega utilizada por sefardíes asentados en las costas de la Bética entre la ocupación bizantina y la invasión musulmana.
La provincia romana de la Bética no necesitó de las legiones romanas hasta las invasiones de contingentes mauritanos que durante el mandato de /p. 88/ Marco Aurelio (161-180) cruzaron la frontera natural, o si se quiere puente, del estrecho. Pese a la condición de provincia senatorial que diferenciaba a la Bética de las otras dos gobernadas por legados imperiales, la unidad geográfica de la Hispania antigua se había ratificado por la concesión de la ciudadanía romana a través de una ampliación de Derecho Latino (ius Latii) a Hispania entera por el emperador Vespasiano (ca. 74). Vniversae Hispaniae Vespasianus imperator Augustus iactatum procellis rei publicae Latium tribuit (Plinio, Historia natural, III, 30). Entre esas “turbulencias de la república que habían trastornado el ius Latium”, se ha apuntado a una invasión procedente del limes norteafricano en los últimos años de Nerón (54-68), según sugiere un pasaje de la IV Égloga de Calpurnio Sículo: “los pastizales de Gerión, sometidos a los brutales mauritanos” (trucibusque obnoxia Mauris | pascua Geryonis Calp. Ecl. 4.40-41).
Tal fue la importancia para el reino de Castilla de la conquista de la capital natural y estratégica del valle del Guadalquivir, su puente hacia el resto de la cristiandad, que era como se llamaba entonces Europa. El rey de Castilla y de Sevilla opta, por fortuna infructuosamente, a la corona del Sacro Imperio Romano Germánico. Gracias a las atarazanas, a cuya ampliación el mismo rey Sabio dedicó unos versos latinos, la fortaleza y mercado se va llenando de factorías navieras italianas que, al par que siguieron comerciando con el flujo de oro africano, importaban de su tierra el resurgimiento de las ciudades como factor y ámbito de renovación política y cultural, si bien bajo la misma concepción religiosa que fue también la transmisora de la tradición clásica.
A esta tradición cultural renunció simbólicamente el rey de la taifa de Isbiliya, Abbâd al-Mutadid (1042-1069), al ceder al primer monarca de Castilla y León las reliquias de Isidorus Hispalensis, el autor del mayor vínculo identitario entre la ecúmene grecolatina y la cristiandad medieval. La integración de Sevilla en el reino de Castilla restaurará la concepción de la urbe como centro político que, aun iniciada durante los reinos de taifas y almohade, se verá potenciada con la celebración de Cortes desde el 1250 y con la estructura gubernativa de regidores y jurados que la imitación renacentista durante los actos de la boda de Carlos V (1526) cifrará en el acrónimo Senatus Populusque Hispalensis. /p. 89/
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