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Resumen: La disertación cobra la forma de un discurso del genus demonstrativum en que se elogia la figura del sevillano Nicolás Antonio: el avance que representó su obra bibliográfica, escrita en lengua latina, y el principio ético de amor a la verdad que anima toda su labor intelectual. Mediante el motivo orteguiano de que el mayor acto de caridad hoy día es no publicar libros inútiles, se muestra el provecho que aún tiene su consulta y se destacan aspectos de su obra, como el epistolario, faltos aún de una edición filológica. La triple laudatio concluye en composición anular de estructura silogística cuya tesis es trasfondo implícito del homenaje: Nicolás Antonio corona la tradición prosopográfica y bibliográfica profesada por los humanistas sevillanos del Siglo de Oro (laus hominis, studiorum, ciuitatis).

cartel libros nicolas antonio

Debo agradecer a la Biblioteca Pública Provincial de Sevilla, en las personas de su equipo directivo, Dª Anabel Fernández, Dª Juana Muñoz Choclán, y Dª Reyes Pro, el haberme brindado la oportunidad de hablar sobre este ilustre paisano cuya obra he estado manejando y estudiando desde los inicios de mi carrera académica. Por causa de la asiduidad con este instrumento de trabajo que es el “Nicolás Antonio”, decidí finalmente no cambiar el título que propuso para mi intervención Dª Reyes Pro, porque, con esa especie de tautología al tratarse de una personalidad como la de don Nicolás Antonio, abarcaba todas las facetas de una vida intelectual consagrada a los libros. Tanto los libros que poseyó, que al parecer no fueron tantos, como los libros que leyó o examinó que sí parecen haber sido todos sobre los que escribió. Nicolás Antonio no es un escritor como se entiende hoy, no es propiamente un literato, un creador, sino un estudioso, erudito o humanista, ni siquiera fue profesor, como le atribuyen erróneamente en algunas publicaciones que quisieron servirse del prestigio de su nombre. Salvo algunos sonetos de circunstancias, preliminares de obras, todos los libros que publicó en vida tratan de otros libros, y, encima, están escritos en latín.

 

Imagen1Como comienzo y guía de mi intervención, voy a servirme de palabras ajenas, las que antepuso en la semblanza biográfica de la edición que de su epistolario hizo medio siglo después de su muerte el ilustrado valenciano Gregorio Mayans (1699-1781):

Sevilla, madre fecundísima de varones ilustrísimos en virtud, armas y letras, logró la dicha de que en el año mil seiscientos diez y siete, día treinta y uno de julio, naciese en ella Don Nicolás Antonio, a quien tantos millares de escritores deben la gloria de tener levantadas en la República Literaria otras tantas estatuas, cuantas son sus obras (Mayans 1733: p. VII).

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En efecto, su importancia estriba en haber realizado la primera bibliografía razonada de autores hispanos desde la época del emperador romano César Augusto hasta el ocaso de nuestro Siglo de Oro, desde la entrada de la Península Ibérica en la cultura occidental hasta sus días: tal es el amplio período de tiempo, que abarcan los títulos de sus obras Bibliotheca Hispana Vetus y Bibliotheca Hispana Nova, la bibliografía española antigua y moderna. Pero volvamos a otro párrafo de la biografía de Mayans para resaltar el motivo de la importancia de su obra:

Esta obra de la Bibliotheca Española, assí Antigua, como Nueva, tendrá aprecio en el mundo, mientras haya amor a las cosas de España, y aun a las letras. Los elogios que le dan los extranjeros (que son los más autorizados por menos apasionados) pudieran llenar un gran volumen. Baste decir que ellos mismos confiesan que ninguna nación tiene biblioteca tan crítica y perfectamente acabada como la nuestra (Mayans 1733: pp. XXI-XXII).


“Tan crítica y perfectamente acabada”, escribe Mayans. Se estaba abriendo camino en España una nueva concepción en el trabajo intelectual que conjuga la erudición de los humanistas con el pensamiento crítico, llamémosle científico, sobre la misma. Ya los clásicos grecolatinos sabían que la mera erudición es sólo el conocimiento superficial de las cosas. Lo escribió Aulo Gelio en la época del emperador Adriano, trayendo a colación una sentencia del presocrático Heráclito de Éfeso: “Saber muchas cosas no enseña a tener inteligencia” (πολυμαθίη νόον ἔχειν οὐ διδάσκει).
¿Qué movió a Nicolás Antonio a llevar a cabo tan ímproba labor? Pues, como dijo el clásico, la necesidad acuciante en las situaciones difíciles (duris urgens in rebus egestas Verg.Georg.1.145). En 1639, después de estudios de gramática, artes liberales y teología en el colegio de Santo Tomás, y cánones en el de Santa María de Jesús de esta su ciudad natal, se graduó en la Universidad de Salamanca en derecho civil y canónico, y comenzó lo que podría haberle valido el doctorado, la elaboración del «Onomasticon» de los 50 libros del Digesto, esto es, el registro de todos los personajes que aparecen a lo largo de la recopilación de sentencias de los jurisconsultos romanos que, como se sabe, es la parte más importante para la historia del derecho de las que consta la codificación del emperador Justiniano (Corpus iuris ciuilis). Cuando ya llevaba un tercio del trabajo, tuvo que abandonarlo al percatarse de que ya había sido realizado y publicado en Tarragona, 1579, por Antonio Agustín y Albanell (Zaragoza 1517-1586), que fue uno de los humanistas españoles más destacados del siglo XVI y murió como obispo de Tarragona. Fue entonces cuando concibió la idea de «formar un índice universal y crítico de todos quantos españoles avían escrito hasta su tiempo desde el imperio de Augusto», según declarará en el mismo prólogo de la Bibliotheca Hispana en palabras del mismo Mayans. A esta tarea de recopilación bibliográfica, de lectura, examen e investigación, y también adquisiciones, se dedicó en nuestra ciudad, principalmente en la biblioteca del desaparecido convento de San Benito, con la tutoría del escriturista fray Benito de la Serna. Se ha conservado en un manuscrito misceláneo de la Biblioteca Nacional una Carta a D. Nicolás Antonio, del historiador zaragozano José Pellicer de Ossau (1602-1679), con una relación de las obras que ha publicado hasta 1643 [BNE MSS/11262/17]. Lo cual indica que en esas fechas ya se había difundido entre el mundillo erudito de la Corte su magno proyecto bibliográfico. Por supuesto que la entrada dedicada a este erudito en la Bibliotheca Nova rebasa esa fecha, incluyendo la totalidad de su producción (Antonio 1783: 811-816). Pues lo primero que resalta en Nicolás Antonio es el rigor y el afán de reseñar la cantidad mayor de datos posibles acerca del autor y obras de que trata.
Esa determinación la vemos contenida en el extenso título de la primera edición en Roma, 1672, donde explica también el adelanto en la publicación de los autores modernos.

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Bibliografía hispana (es decir) catálogo razonado de los españoles que en cualquier tiempo y lugar escribieron alguna obra tanto en lengua latina, como vernácula o cualquier otra. Noticia más completa y segura que las que precedieron, comprendiendo breves semblanzas y elenco de sus obras publicadas e inéditas, en dos partes, de las cuales ésta que es la segunda en el orden cronológico, pero primera en su proyecto, en dos tomos trata de estos que vivieron desde el año 1500 hasta el presente día.
La segunda edición llevada a cabo en Madrid un siglo después, entre 1783 y 1788, añade a su título la especificación de Nova, con que empezó a ser conocida a partir de la aparición en la misma Roma, 1696, de la Bibliotheca Hispana Vetus, la producción escrita en Hispania desde Augusto hasta el año 1500, bajo los auspicios del cardenal José Sáenz de Aguirre (1630-1699), que fue prior de las ermitas hispalenses, es decir, del clero catedralicio, y contó con la colaboración del gran filólogo valenciano Manuel Martí y Zaragoza (1663-1737), igualmente biografiado por Mayans. La advertencia al lector, «Monitum ad lectorem», de esta edición de Madrid, a cargo de Francisco Pérez Bayer, señala, en efecto, que originalmente no se llamó Nova, sino que el cardenal Aguirre sugirió este calificativo para una posible reedición que “podría y debería titularse Bibliothecae Hispanae Novae titulo posset et deberet insignari”, tras haber dado el de Vetus la que estuvo a su cargo en 1696. La edición madrileña de Pérez Bayer, discípulo de Mayans, no presenta ninguna modificación ajena a la mano del mismo Nicolás Antonio. Así se indica en la portada:

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Ahora por primera vez sale a la luz revisada, corregida y aumentada por el propio autor. En efecto, todas esas enmiendas vienen refundidas de los apéndices de la edición príncipe que se publicó en Roma en vida del bibliógrafo. Lo habitual en la época en los registros prosopográficos de autores es la ordenación alfabética por el nombre de pila, el nombre más importante para un cristiano, y así están ordenados, por ejemplo, los registros de los canónigos de todas las iglesias. Pero también los catálogos de librerías, sean reales o ideales del ámbito católico y también del protestante; estos catálogos se denominaron también bibliotecas, y, andando el tiempo, bibliografías.
Vamos a ver una muestra de páginas de esas obras bibliográficas que precedieron a la de Nicolás Antonio para confirmar el citado elogio de Mayans. Estudió la tradición literaria y editorial de repertorios bibliográficos Pedro Sainz Rodríguez (1898-1986), uno de los mayores especialistas en la mística del Siglo de Oro, suficientemente conocido, además, en los anales de las reformas educativas de la España contemporánea. Sainz Rodríguez recogió toda esta investigación en una colección, la Biblioteca bibliográfica hispánica, donde describía y clasificaba estos manuales y repertorios. A Sainz Rodríguez se debe también la iniciativa del proyecto de traducción completa de la obra bibliográfica de Nicolás Antonio, que se llevó a cabo bajo la dirección de Gregorio de Andrés y publicada por la editorial Fundación Universitaria Española en 1998.
En la imagen tenemos esos precedentes a los que supera, según propios y extraños, la obra bio-bibliográfica de Nicolás Antonio, y pregona la propia portada de la edición romana. Son el jesuita antuerpiense Andrés Schott y su secretario Valerio Andrés Taxandro. Curiosamente belgas los dos, de donde era oriunda la familia de nuestro bibliógrafo.

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El Catálogo de ilustres escritores de España, de Valerio Andrés Taxandro, publicado en Maguncia en 1607, se limita a una relación de obras y autores, algunos de los cuales aparecerán por extenso en la obra de Schott, a quien, por otra parte, se ha atribuido la responsabilidad de esta publicación bajo el nombre de este Valerio Taxandro, discípulo y secretario suyo.
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En la siguiente imagen se muestra el comienzo de este catálogo en el que se registra tan sucintamente al primero de nuestros humanistas, Nebrija, ordenado por el praenomen humanístico, Aelius, que quiso darse siguiendo la moda de los tria nomina de los antiguos romanos. Por contra, la entrada de Antonio de Lebrija ocupa 7 páginas de la mencionada traducción de la edición Madrid de 1999 (Antonio 1999: I, pp. 142-148).
La página que mostramos de la Hispaniae Bibliotheca de Andreas Schott (1552-1629), una figura señera en la historia de la filología que editó un buen número de clásicos griegos y latinos, corresponde a Alfonsus Ciacconius, un dominico natural de Baeza que estuvo enseñando y dirigiendo el Colegio de Santo Tomás en Sevilla entre 1553 y 1566. En la reseña de Andrés Schott recoge las obras que publicó en Roma, sin hacer mención de la extensa bibliografía universal de la que se sirvió Nicolás Antonio, según se puede leer en las 3 páginas que la dedica (Antonio 1999: I, pp. 21-23).

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Parte de la Bibliotheca de este Alfonso Chacón, que comprende, según el título que traduzco, “la relación alfabética de casi todos los libros y escritores desde el comienzo del mundo (ab initio mundi) hasta el año 1583”, fue publicada en París, Amsterdam y Leipzig en 1734. Y señalo el hecho de esta publicación en la Europa del siglo XVIII para destacar la autenticidad y solvencia de unas fuentes documentales que Nicolás Antonio utilizó en Roma cuando estaban manuscritas. Como ejemplo del modo de proceder de nuestro bibliógrafo, tenemos en la siguiente imagen las semblanzas de dos personajes homónimos bien conocidos por el público en general, tal como fueron publicadas en las dos ediciones de la Bibliotheca Nova. Para el comentario de estas bio-bibliografías voy a seguir, salvo ligeros cambios, la traducción publicada (Antonio 1999: I, p. 459). Imagen8Imagen9

 FRANCISCO PACHECO. Sevillano, canónigo de la catedral de aquella ciudad (patriae ecclesiae canonicus), erudito y uno de los mejores poetas latinos, muy estimado entre sus ciudadanos del siglo anterior, puesto que lo encumbraron por la pureza de su vida y por tratarse de un hombre muy devoto. Elaboró un Catálogo de los Arzobispos de Sevilla, con elegantísimos elogios escritos en verso, los cuales se encuentran grabados en la antesala capitular de la misma catedral. Fue administrador del Hospital llamado del cardenal en Sevilla, nombre debido a su fundador, su eminencia reverendísima el cardenal Juan de Cervantes, desempeñaba este cargo en la época en que Alfonso Morgado escribía la Historia de la ciudad de Sevilla, en cuyo libro IV hace mención de esta pía fundación y de Francisco Pacheco. Afirman otros que fue capellán mayor de la Real de la catedral de Sevilla.

Este último dato, como vemos en la imagen de los textos latinos, fue añadido en la edición de Pérez Bayer.


FRANCISCO PACHECO. Sevillano, sobrino del ya anteriormente reseñado Francisco Pacheco, según sospecho por parte de hermano. No sólo cultivó el arte de la pintura, de la que existen en Sevilla y en otras partes no pocos ejemplares, sino que trató también de estudiarla con su pluma escribiendo: Arte de la pintura, su antiguedad y grandezas. Impreso en Sevilla, en la imprenta de Simón Fajardo, en 1649, en 4º. Pintó también: Imagines virorum illustrium, a quienes conoció gracias a su larga vida, añadiéndoles los respectivos elogios, formando todo ello un volumen que dedicó al conde-duque de Olivares, en cuya biblioteca, sin duda está oculto entre sus fondos. Fue yerno de Pacheco Diego Velázquez, pintor real y famosísimo en nuestro tiempo por sus retratos al natural, fallecido hace unos pocos años.
Para los entendidos en la materia, estas reseñas pueden resultar prescindibles, pues Nicolás Antonio opera con datos biográficos aproximados, que tiene que justificar en una cita bibliográfica precisa. Pero es en este criterio de probar su conocimiento con la cita precisa de su fuente donde radica el interés de consultarlo. Al respecto del canónigo Pacheco, nacido en Jerez de la Frontera, ofrece el testimonio de una obra publicada en Sevilla en 1587, la Historia de Sevilla de Alonso Morgado, cuando todavía no había alcanzado esa prebenda, ignorando, no sabemos en qué sentido, la participación del licenciado Pacheco en una importante y divulgada obra impresa, las Anotaciones a las obras de Garcilaso de Fernando de Herrera.
En cambio, del pintor Pacheco, de Sanlúcar de Barrameda, podemos estar seguros de que tenía delante su Arte de la pintura, y que lo había leído. Amén de ofrecer pistas sobre el paradero del Libro de retratos, en los que nos hemos fatigado todos los estudiosos del tema. A nadie excluye, a nadie ningunea, ni a sus posibles enemigos, como Morobelli de Puebla, que se opuso a su obtención del hábito de la Orden de Santiago aduciendo falta de hidalguía en su familia de mercaderes. Tampoco a los herejes, como Constantino Ponce de la Fuente, del que registra su trágico final en la cárcel de la Inquisición, y a otros de aquella Memoria de cenizas, como tituló Eva Pérez Díaz la novela en que narra aquellos tiempos recios de nuestra historia. Incluye en pertinentes apéndices con el mismo formato bio-bibliográfico a los extranjeros que escribieron acerca de España o lo hicieron de cualquier asunto en lengua española: en la imagen se muestra una página de eruditos flamencos que colaboraron con escritores españoles.
Imagen11Y siguiendo una práctica empezada por la Apología de Matamoros, abre un apartado de mujeres escritoras con el peregrino título de “Gineceo de la Minerva española o suplemento (mantissa) de ilustres mujeres de nuestra nación” (Antonio 1788: II, pp. 343-353).

Todos los que nos dedicamos a la producción de escritos académicos alguna vez nos hemos visto asaltados por la mordaz súplica que lanza Ortega en el “Prólogo para franceses”, de La rebelión de las masas, de que “la obra de caridad más propia de nuestro tiempo (es) no publicar libros superfluos”. Pero si no tenemos más remedio que estar convencidos de la utilidad y provecho de nuestra publicación, al menos, deberíamos tener presente la advertencia de Nicolás Antonio de confeccionar índices de la obra. Nos cuenta con modestia, como para justificar las páginas que va a dedicar a los copiosos índices, aquello que decía con gracia y desenfado un famoso escritor español para dar a entender que se debe hacer el índice con el mismo cuidado con que se escribe la obra: “que el índice debe ser elaborado por el propio autor y el libro mismo por otro cualquiera”. [Idcirco celebris quidam scriptor nostrae gentis, quo significaret eam curam eius esse debere, cuius cura opus ipsum constitit, urbane salseque aiebat: indicem libri ab auctore, librum ipsum a quouis alio conficiendum est (Antonio 1788: II, p. 409)].No tiene vuelta de hoja, a causa de la cantidad de datos que proporciona, los índices son imprescindibles en este tipo de obras. Los articula en siete clases que constituyen la base de investigación no sólo bibliográfica y literaria, sino también histórica y sociológica. En primer lugar el de apellidos (cognomina) ordenado por el primero, único en la mayoría de las entradas. En el segundo, de lugares de nacimiento (patriae), vuelve de nuevo a la ordenación por nombre de pila. Tercero, el de dignidades eclesiásticas (cathedrales, collegiatae), seguido del cuarto índice de órdenes religiosas, el más extenso. El quinto índice de escritores es el de los que fueron jerarcas eclesiásticos, que encabeza el último papa español, el famoso Rodrigo de Borja, Alejandro VI. Hay una lamentación del propio Nicolás Antonio por no poder incluir en el elenco de escritores a eminentes figuras de la Iglesia, como el cardenal Cisneros (Antonio 1788: II, pp. 388-391). El sexto, correspondiente a escritores con altos cargos de gobierno, ofrece una concepción del alto funcionariado: reyes, virreyes, títulos de nobleza, embajadores (legati, oratores regii), consejeros, preceptores de la familia real, historiadores y geógrafos, secretarios reales, protomédicos y matemáticos regios (Antonio 1788: II, pp. 531-534). En general, la condición social o estado del autor reseñado precede al nombre de pila del repertorio alfabético: D.(on) F.(ray), etc.

En el séptimo y último índice “de los argumentos o materias sobre las que escribieron”, el temático que diríamos, proporciona, a través de sus 23 secciones, una clasificación de todos los saberes transmitidos en los libros, con lo cual el bibliógrafo sevillano entronca con uno de los tópicos de la cultura humanística, la organización y creación de bibliotecas.

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El dominio del tema religioso en la totalidad de la producción literaria salta a la vista. De los 9.756 nombres de autores registrados, un 44,2 por ciento, 4.306 en las 12 secciones, escriben de tema religioso. A su vez, de los 5.450 autores de tema no religioso de las 11 secciones, 1.529 autores pueden vincularse a materia religiosa por sus escritos de derecho, historia o literatura. Lo que arroja un cómputo de 5.835 autores de tema religioso, según el estudio de Julio Caro Baroja, lector atento no sólo del “Nicolás Antonio”, sino de todas las obras registradas que pudo encontrar, como bien demuestra, principalmente, a lo largo de la monografía en que expone este análisis, Las formas complejas de la vida religiosa. Religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVII, Madrid, 1985, p. 49.

Hay dos vertientes de la actividad intelectual de Nicolás Antonio que no vio publicadas: su crítica histórica de los llamados Falsos Cronicones y su participación en la polémica gongorina. El caso de los llamados Falsos Cronicones está en la antítesis del espíritu que anima la redacción de sus Bibliothecae, y, en buena parte, el retraso en la publicación de la primera edición de la Vetus, que hemos visto que tuvo que ser preparada por el filológo Manuel Martí, se debió a la exigencia de rigor histórico y documental que estuvo empleando en la crítica de estas falsedades. Los manuscritos de todas estas patrañas, que habían sido urdidas por el jesuita Jerónimo Román de la Higuera (1551-1611), paraban en la biblioteca del conde-duque de Olivares, y merced a su difusión y apoyo por personas de autoridad como el consejero Lorenzo Ramírez de Prado o el cronista real Tomás Tamayo de Vargas (1588-1641), autor también de un amplio registro de autores españoles que quedó inédito hasta nuestros días, como podemos ver en la imagen de la Biblioteca bibliográfica hispánica, encontraron terreno abonado entre una intelectualidad cada vez más aletargada por el implacable control inquisitorial. Estas falsificaciones históricas respondían y reflejaban un estado social, fomentado por la vanidad de las iglesias regionales, por reivindicar sus santos patronos y la autenticidad de otras antigüedades, más o menos fabulosas. El título que Nicolás Antonio proyectaba dar a su polémica apunta directamente a las secuelas de los engendros del falsario Román de la Higuera: Trofeo de la historia de la Iglesia erigido a Dios y a la Verdad con los despojos de los falsos historiadores que circulan bajo el nombre de Flavio Lucio Dextro, M. Máximo, Heleca, Braulión, Luitprando y Julián, es decir, la Defensa de la verdadera y desde siempre conocida historia de España, a partir de las glorias genuinas de nuestra nación, y no de las mentiras vertidas en un cronicón del monasterio alemán de Fulda, reivindicación completa en su libertad y pureza (Antonio 1788: II, p. 150). Además, estos desatinos historiográficos de Román de la Higuera contienen un marcado sesgo favorable para los judíos en la España primitiva, en el supuesto de que habrían quedado al margen de la muerte de Cristo, y, además, sin excepción son favorables a la venida y predicación del apóstol Santiago, hecho discutido por la historiografía pontificia. Gregorio Mayans, al editar este monumento de la crítica histórica en España, que es la Censura de historias fabulosas, de Nicolás Antonio, en Valencia en 1742, fue denunciado ante la Inquisición por afectar directamente a las supercherías de los Plomos del Sacromonte. Cualquier analogía o extrapolación con el marasmo intelectual español de nuestro presente podría resultar exasperante.

Por otro lado, con su decidida defensa de la poesía de Góngora (“cualquier reprehensión a don Luis me escueçe mucho”), nuestro primer bibliógrafo se adscribe e involucra de lleno en la crítica literaria más acendrada del Siglo de Oro. Esta faceta de ferviente gongorista, que comparte con otros detractores de los Falsos Cronicones y que demuestra su idea de que la creación literaria está por encima de todos los productos de su crítica , ya fue destacada por Pedro Sainz Rodríguez (1975: 464) y editada en sus breves textos por el hispanista francés Robert Jammes.Respecto a los libros que poseyó, ¿era también Nicolás Antonio un bibliómano? Su propia librería alcanzaría la cantidad de más de 30.000 volúmenes, la más copiosa entonces después de la Vaticana, según declaración de Mayans que se ha venido repitiendo hasta ser puesta en duda por quienes han estudiado “Los avatares de su biblioteca privada” a través de un documento recogido en un manuscrito de la Biblioteca de la Universidad de Salamanca. Por este documento sabemos que los herederos de Nicolás Antonio ofrecieron en venta a las instituciones jesuitas salmantinas la copiosa librería, único bien que quedaba de su magro legado. El calificador de la librería, el padre Abarca, desestimó la compra aduciendo la cantidad de obras en lengua extranjera y de lo que entonces se consideraba subliteratura, cuentos y novelas, lo que estaría clasificado en el punto 23 del último índice de materias como Fabulae y, en aparente oxímoron, Poesis prosaica

Imagen12Tampoco en los inventarios de grandes bibliotecas como los de Olivares o el del inquisidor general Diego de Arce y Reinoso, quien nombró a nuestro bibliógrafo familiar del Santo Oficio, encontramos el menor rastro de novelas. Parece ser que las leían de tapadillo, como sugiere la «Floresta» que el racionero Porras reunía para las lecturas del cardenal Niño de Guevara durante sus veraneos en Umbrete, y que, como sabemos, contenía versiones no tan ejemplares de las novelas cervantinas.

Sea como fuere el estado de la biblioteca privada de Nicolás Antonio en el momento de su muerte en Madrid, parece por el dicho informe que no debió de alcanzar la elevada cifra de 30.000 volúmenes, debiéndose quizá la exageración, o el malentendido, a la abundancia de su biblioteca durante la redacción en Roma de su monumento bibliográfico, pues no debemos olvidar que Mayans fue biógrafo y discípulo de Manuel Martí, el corrector de la VetusQuizás alguien se pregunte por qué se ha tardado tanto en traducir una obra tan fundamental como en este ciclo de conferencias estamos ponderando. Ya señalé al principio que Nicolás Antonio no es un escritor para leer, al margen de la aridez patente de su estilo latino, sino de consulta y estudio. Y el que va a consultarlo, ya sabe lo que puede hallar o echar en falta, y echará mano del latín que haya aprendido o recurrirá a un especialista, y eso en España y más aún en el extranjero. Por simple lógica de los hechos, siempre será más útil que el especialista, el filólogo, se centre, antes que en la mera traducción de una obra tan extensa, en la edición crítica de obras, como es su epistolario, que carece de una edición completa del mismo. Y no por esto quiero restar un ápice del mérito de dicha traducción, cuya ejecución literal era la única viable si se pretende darla a la luz lo más pronto posible después de tantos años de retraso. Pero no debemos olvidar que en investigación y ciencia es obligatorio contrastar datos y versiones.

Como autor de la primera bibliografía razonada de autores hispanos Nicolás Antonio tuvo desde el principio enorme influencia; hoy día es conocido y manejado por todo hispanista, por cualquier estudiante avanzado de Humanidades, clásicas o hispánicas, por medievalistas y modernistas, por los historiadores del Derecho. Esta sistematización de su repertorio de autores que se imprimió desde la príncipe a dos columnas, pudo influir en que se adoptase esta puesta en página en las publicaciones de repertorios posteriores, que han marcado la pauta, además, a los modernos catálogos descriptivos del gran proyecto de la Tipobibliografía Española. Como ejemplos de esta mise en page a dos columnas tendríamos el Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos de Bartolomé José Gallardo, y, en concreto, la Tipografía Hispalense, de Francisco Escudero y Perosso, Anales bibliográficos de la ciudad de Sevilla desde el establecimiento de la imprenta hasta fines del siglo XVIII, que se publicó en 1894, treinta años después de ser obra premiada por la Biblioteca Nacional. La cultura oficial discurre en España sub specie aeternitatis. Considerando esta alta especialización que exige la temática de su obra y también el escaso impacto de la cultura en la sociedad actual, creo que no ha sido muy maltratado por el olvido. El instituto de bibliografía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, se llama, fatalmente como diría Borges, “Nicolás Antonio”. En 1984 se realizó un homenaje por el centenario de su muerte en la Universidad de Granada y en la revista estadounidense Dieciocho, dedicada a la teoría estética y literaria en el mundo hispánico durante la Ilustración, se publicó uno de los más reveladores artículos sobre su figura.

En este año de 2017, con tan relevantes aniversarios hispalenses, en Sevilla, que, glosando a Mayans, tuvo la dicha de ver nacer a quien coronará esta egregia tradición prosopográfica y bibliográfica ejercida por humanistas sevillanos, Hernando Colón, el Libro de Retratos de Pacheco, la Biblioteconomía de Francisco de Araoz, los Varones insignes en letras de Rodrigo Caro, por no remontarnos a San Isidoro, las instituciones de la Cultura y el Libro han organizado este digno homenaje en el que me honro en colaborar.

Muchas gracias.

Nota: La bibliografía y datos precisos están en J. Solís de los Santos, «Nicolás Antonio (1617-1684)», en Diccionario biográfico y bibliográfico del Humanismo español (siglos XV-XVII). Ed. J. F. Domínguez Domínguez, Madrid: Ediciones Clásicas, 2012, pp. 78-81. PDF y HTML:

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