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José Solís de los Santos, «¿Por qué leer a Homero? (Sala VII. Literatura Clásica)», en J. Beltrán Fortes, E. Peñalver Gómez (coords.), La Antigüedad en el Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla (Sevilla: Secretariado de Publicaciones de la Universidad, 2012) 105-119. ISBN: 978-84-472-1405-1.

https://www.academia.edu/13590411 idUS - ¿Por qué leer a Homero?

El término y el concepto de lo clásico, primero en la literatura y luego en las artes y en la historia y crítica de las ideas en general, se forma en el periodo cultural del occidente europeo denominado Renacimiento, entendiéndose por tal el lapso temporal desde finales del siglo XIII hasta mediados del XVI en que gradualmente se fue desarrollando el movimiento humanista, primero en Italia y desde el cuatrocientos prácticamente a toda Europa occidental. Humanista era el que sabía y enseñaba “letras humanas”, por decirlo en el español de aquella época, y procede de los studia humanitatis, conjunto de saberes, de artes o técnicas, de ideas y convicciones, que traslucían en diferente medida las obras literarias griegas y latinas de toda la Antigüedad, pero que fijaron y definieron algunos escritores romanos de la etapa después denominada clásica.

Clásico es una metáfora, al igual que palabras tan comunes como gobierno y persona, que proceden de metáforas genuinamente literarias: los poetas arcaicos griegos, exaltando la formación de la polis, acuñaron el tropo de la nave del estado; la práctica jurídica romana recurrió al léxico etrusco de la escena —persona significa ‘máscara’— para denominar su creación genuina, el sujeto de derecho, como si, después de todo, vinieran a sentenciar que la vida es puro teatro. En la palabra ‘clásico’ subyace la metáfora, más política que literaria, de la organización militar del pueblo romano en classes según el censo patrimonial de los ciudadanos, de modo que el ciudadano classicus sería el integrado en aquella primera classis formada por senadores y caballeros que, además, tenía la prerrogativa de votar en primer lugar y cuyos votos, como siempre pasa, valían más que los de otros grupos de ciudadanos.

En este sentido ya traslaticio se aplicó, según parece por primera vez, al ámbito literario por los eruditos romanos de la época de los Antoninos (siglo II d. C.), en un pasaje sobre el recto uso de determinados vocablos que utiliza el escritor “de primera fila y exquisito” (classicus adsiduusque aliquis scriptor), frente a otro cualquiera “del montón” (proletarius). El pasaje está en Aulo Gelio, Noches áticas, 19.8.15. Sólo en pleno Renacimiento volvemos a encontrar otra vez empleada la metáfora en este sentido literario, y no porque en el Medievo no se cultivaran las letras que hoy por antonomasia llamamos clásicas, sino porque en el seno del movimiento humanista que da personalidad exclusiva a este período de la Historia es donde cuaja la visión dinámica del acontecer que estructura el tiempo en edades antigua, media y moderna. Aunque en su exacta expresión no se formuló sino bien entrado el siglo XVII, precisamente en una distinción temporal de las etapas de la lengua latina, la periodización de la historia comúnmente aceptada es, como ya señalara José Antonio Maravall, un hallazgo del pensamiento /p. 106/ humanista, que cobra conciencia de dicho acontecer a través del reconocimiento de la civilización grecolatina como paradigma y, al mismo tiempo, como etapa definitivamente acabada. Se atestigua este uso traslaticio de classicus en algún comentario de ediciones cuatrocentistas italianas, en apelación a dichos autores como criterio de autoridad gramatical, pero fue en el entorno de los humanistas germanos de principios del XVI cuando tomó carta de naturaleza la expresión classici auctores, y desde estos escritos latinos pasó a las lenguas modernas, ensanchándose concepto y término hasta llegar a la amplia acepción en que se encuentra a partir de entonces, y específicamente referido al periodo de la Antigüedad de la civilización grecolatina.

Los humanistas dieron, pues, el nombre a aquel periodo de la literatura cuyos restos recuperaron ya para siempre, caracterizándose la propia época por el renacimiento de su estudio a través de la multiplicación de copias de las obras conservadas, así como por el descubrimiento de otras que en aquellos años se desconocían o de las que se tenían vagas noticias. Un factor decisivo en este proceso fue la diáspora de eruditos bizantinos como consecuencia del acoso a Constantinopla por el avance del poder otomano. Durante su milenio de existencia, el Imperio bizantino había podido custodiar y cultivar la rica tradición de ciencia, de estudios y comentarios de literatura y filosofía que remontaba a los inicios del Helenismo anterior incluso a la época romana. Pese a la catástrofe de incendios y saqueos que llevó a la ciudad la conquista y ocupación de los cruzados venecianos y francos (1204-1265), pudieron trasladar la antorcha de la genuina cultura helena cuando los humanistas italianos lo demandaron. Pues en el occidente europeo se había interrumpido por completo la tradición de aprendizaje de la lengua y literatura griegas durante la decadencia y ruina del Imperio romano y la posterior expansión del islam en esta zona del Mediterráneo. En aquella época de colapso de la civilización grecorromana se quebró esa sutil cadena de la cultura que se fundamenta en la escuela. Se puede afirmar con Gilbert Highet que nosotros hemos aprendido latín de unos maestros que a su vez lo aprendieron de precedentes generaciones de enseñantes que llegaron a tener el latín como lengua materna. No ocurrió igual con el griego, cuyo estudio solo pudo reanudarse en Europa occidental casi mil años después en las escuelas de los humanistas italianos y en los talleres tipográficos del Renacimiento.

Así pues, el gusto por la lectura y por la posesión de libros más allá de intereses profesionales, el entusiasmo por el mundo antiguo, el hallazgo de viejos códices de literatura latina y la emigración de toda la cultura helénica desde la futura Estambul, el comercio y tráfico, en fin, de la pujante industria del manuscrito habrían terminado por producir tarde o temprano esa noua ars Germanorum que se gestó en Maguncia a mediados del siglo XV. Pues con el libro impreso se cierra el ciclo que comenzó a finales de la edad oscura de la Hélade cuando adaptaron el alefato fenicio al sistema fonético que antes se plasmaba en el silabario micénico. Esa unívoca representación del lenguaje, que se formó durante la génesis de los cantos épicos de los aedos, facilitó la difusión de la escritura en todos los soportes escriturarios y su posterior conservación documental en rollos de papiro o pergamino, propiciándose, ya a finales del siglo II d. C., la formación del codex como instrumento esencial de cultura, de humanidad.

La recuperación del amplio corpus de obras y estudios sobre el mundo clásico antiguo ofreció a aquellas generaciones de europeos un contexto universal de referencias suficientemente conocido para poder desarrollar la reflexión constructiva y el ámbito imaginario para la creación artística, porque toda cultura que sea digna de conseguirse, como se esforzó por alcanzarla el hombre renacentista, es cultura del espíritu (cultura animi Cicerón, Tusculanas 2.13), que es la única que puede abarcar también todas las ciencias y saberes. /p. 107/

El ideal que convierte en auténtico paradigma, en modelo eminentemente clásico, a las espléndidas manifestaciones formales de la literatura y el arte grecolatinos, es la Humanitas, origen del Humanismo y objetivo central de los studia humaniora que desembocarán en las humanidades. Pero en su contexto histórico es un ideario educativo, de enorme trascendencia y base en la ética, bien es verdad, y con los medios más efectivos y seductores de la estética. Que la Humanitas romana se vincula directamente a la Paideia griega lo encontramos en un pasaje del periodo cultural de la Segunda Sofística que refiere el mismo escritor latino que ha registrado la metáfora scriptor classicus. Es una época de reflexión y análisis, de mirada escrutadora sobre la pureza lingüística y la jovialidad del pasado glorioso, de vago pesimismo también por el agotamiento espiritual en contraste con la riqueza material de la ecumene.

Aulo Gelio, Noches áticas, 13.17: Quienes han hablado en latín y han utilizado sus palabras con propiedad no dieron a la palabra humanitas el significado que la gente cree y entre los griegos se dice filantropía, que significa cierta tolerancia y benevolencia para con todos los hombres en general; sino que denominaron humanitas lo que poco más o menos los griegos llaman paideia, y nosotros designamos la erudición y formación en las artes superiores. Y quienes abiertamente sienten afición por estos conocimientos y aspiran a ellos, los llamamos de manera muy particular “los más humanos”. En efecto, el estudio y el aprendizaje de este conocimiento (scientiae cura et disciplina) se dieron, entre la totalidad de los seres vivos, exclusivamente para el hombre (uni homini), y por esta razón es denominada humanitas. Así pues, con este sentido los antiguos, y especialmente, Marco Varrón y Marco Tulio la emplearon, según testimonian casi todas las fuentes escritas. Con tal motivo me ha parecido suficiente destacar un solo ejemplo, y así he citado un texto de Varrón de su primer libro de Historia de hechos humanos, cuyo comienzo es como sigue: “Praxíteles, que a causa de su arte excelso no es desconocido para nadie que posea una regular formación humana”, y no dijo “humana” en el sentido en que se emplea vulgarmente, esto es, afable, complaciente, benévolo, aun siendo persona carente de estudios literarios (rudis litterarum), pues tal acepción no cuadra en absoluto con lo que quiere decir, sino culto e instruido que conoce por los libros y por las conferencias de historia quién era Praxíteles.

En su estrecha conexión con el ideal educativo helenístico, la Humanitas está constituida por unas enseñanzas que podemos denominar artes “superiores” (eruditionem institutionemque in bonas artis) o “estudios literarios” (rudis litterarum). El objetivo fundamental de todo ese bagaje de conocimientos tanto en su aspecto dinámico de cultivo como en la faceta de estado alcanzado de cultura es la formación integral del hombre; esos conocimientos sirven, por tanto, a las necesidades del hombre y están hechos a su medida: huius enim scientiae cura et disciplina ex universis animantibus uni homini data est. Estamos, por tanto, en la línea del pensamiento de los sofistas presocráticos que establecieron uno de los rasgos de la cultura clásica, el hombre como medida de todas las cosas, y aunque en la oposición uniuersis animantibus / uni homini hay una clara reminiscencia de Juvenal en el pasaje donde destaca la singularidad y prestancia del hombre sobre el resto de los seres vivos (Sátiras XV 142-145), me he permitido apurar todo el sentido de ese dativo uni homini, ‘en función del hombre’, para resaltar ese hondo significado que ya estudiaron José S. Lasso de la Vega, Antonio Fontán y José Alsina, entre otros filólogos españoles que lo han tratado desde este mismo prisma positivamente crítico. Además, /p. 108/ con esta traducción intento exonerar al insigne anticuario romano de la obviedad que se le pueda achacar, amén de destacar un rasgo de la finalidad de la educación en la época clásica destacado por H.-J. Marrou que se prolongará en la Edad Moderna hasta el giro copernicano de la Escuela Nueva, esto es, que el objetivo de la educación es la formación del hombre adulto en su plenitud, no el desarrollo de las capacidades del niño, por más que la etimología de paideia encierre su concepto.

Se destaca, pues, bajo el término παιδεία, y también παίδευσις, el factor de instrucción y conocimientos fundamentalmente literarios, con el cual se denominó el sistema educativo imperante en el mundo antiguo desde la expansión de la civilización griega tras las conquistas de Alejandro Magno, el periodo histórico que desde la obra de J. G. Droyssen llamamos Helenismo. Esta impronta literaria venía fraguándose en Atenas durante el siglo IV a. C. y arranca de la rica tradición helénica de cultivo de la poesía. El resorte inspirador de la poesía es la imitación (mímesis) de la naturaleza y de los caracteres, pasiones y acciones humanas, según analizó Aristóteles (384-322 a. C.) en la Poética (I, 1448a; vid. Fichas 156-8). Imitación de la naturaleza como ámbito de lo humano, esto es, de la realidad en su más amplia acepción (rerum natura).

El hombre antiguo tenía un sentido de la realidad demasiado desarrollado como para aceptar las meras elucubraciones ficticias sin nexo con la realidad. Esto puede que sea también una limitación de la mentalidad aquella, que marchaba siempre sin exceder las fronteras de lo verosímil, pero en lo que concierne a la invención poética, nunca se conoció en la época clásica una creación de la fantasía puramente imaginaria, desligada totalmente de la realidad, algo “que no es” (μὴ ὄν), como escribió Eduard Norden en una carta a Adolf Schulten, que este aduce para sustentar su hipótesis de elementos reales en el mito de la Atlántida de Platón, dado que “los poetas griegos han mezclado siempre poesía y verdad”. Y, en efecto, los ciclos de los cantos épicos respondían a hechos históricos remotos, como se comprobaron con las excavaciones de H. Schliemann y las investigaciones de M. P. Nilsson sobre otras leyendas heroicas que se hallaban relacionadas con lugares de la etapa minoicomicénica. Pero esta imitación no se entiende como repetición o copia del modelo, sino que comporta, como señaló Alberto Díaz Tejera, una configuración lógica de la compleja y confusa realidad, una transformación de la identidad de la causa en un efecto diferente en virtud de la ποιετικὴ τέχνη, de la creación del artista, en definitiva.

Homero es el educador de Grecia, como reconoció Platón (República, X 598d, 606 e-607a; vid. Ficha 155), que además de todo lo que significó intentaba una innovación en el plano pedagógico. La poesía está presente en la vida política de la polis. Bajo la égida de la poesía homérica, los líricos arcaicos refrendan en sus poemas la nueva concepción patriótica y civil de la ciudad-estado. Durante la tiranía de Pisístrato (c. 600-527 a. C.) se procedió en Atenas a la primera recopilación por escrito de las dos epopeyas de Homero y de los poemas de Hesíodo, en los años en que se gestaba en la misma Ática para las fiestas religiosas de Dioniso la creación del tercer género literario fundacional, las representaciones dramáticas.

            En Las Ranas de Aristófanes (405 a. C.) se representa un certamen o agón entre Esquilo y Eurípides, y las matizaciones de estilo y las alusiones a temas y personajes presupone en los espectadores una sensibilidad y un conocimiento necesarios para captar la comicidad de la situación. Es un dato objetivo acerca de ese juego literario con implicaciones ideológicas, según estudió Bruno Snell, que nunca podría haber sido extrapolado en las elucubraciones de los eruditos helenísticos o bizantinos. También en Roma, un pueblo, o un público, al parecer menos cultivado, pudo interrumpir adrede las ceremonias de los juegos para volver a ver la comedia que en estos se representaba, Miles gloriosus, de Plauto. El dato transmitido por la historiografía de que los Juegos Plebeyos del año 205 a. C. fueron repetidos siete veces (ludi Romani ter, plebeii septiens instauratiLivio 29.11.12) sería también del todo ajeno al escrutinio filológico posterior que elaboraron eruditos como Varrón (vid. Ficha 130) o Valerio Probo sobre los textos de las comedias plautinas. /p. 109/

La poesía se erigió, como estudió Werner Jaeger, en educadora de la comunidad en el plano estético y en el ético. Pero no en el teológico como verdad revelada por la divinidad, y la falta de este decisivo aspecto en la mentalidad clásica permitió una libertad intelectual que habría de perderse cuando se introdujo la ortodoxia con el asalto a la espiritualidad del mundo antiguo que fue el convertir a la filosofía en criada de la teología. A pesar del desprestigio que cayó sobre la filosofía de Epicuro (341-270 a. C.), por socavar socialmente la ideología competitiva de la virtus anulando, además, cualquier tipo de refrendo divino, y rechazar de plano la retórica de la paideia, pudo hallar su magnífica expresión en el poema de Lucrecio De rerum natura libri VI (c. 54 a. C.), además de una exquisita secuela en la literatura latina (Virgilio, Horacio, Tibulo, Petronio, Plinio el Viejo) y en la filosofía helenística que propició la síntesis de su pensamiento en el libro X de Diógenes Laercio, entre otros restos conservados. En general, el hombre clásico grecolatino cree que la virtud puede aprenderse; que, con sus únicas fuerzas, puede alcanzar la verdad, el bien, la belleza, la justicia, incluso el amor, metas eternas del espíritu humano que son como las sustancias elementales de la cultura. Dentro de su visión pesimista de la evolución del mundo que se ejemplifica en ese aspecto del mito de las Edades, posee una resignada confianza en su capacidad de aprendizaje y de elevación moral:

Nadie se refirió jamás a la virtud como algo recibido de la divinidad. [...] El criterio de todos los hombres es este, que la suerte ha de pedirse a la divinidad, mientras que la sabiduría ha de obtenerse por uno mismo.

Cicerón, La naturaleza de los dioses III 86: Virtutem autem nemo umquam acceptam deo rettulit. [...] iudicium hoc omnium mortalium est, fortunam a deo petendam, a se ipso sumendam esse sapientiam.

Pues el mundo pagano tenía una visión religiosa que podíamos llamar laica —laico y pagano proceden de étimos diferentes con análogo significado—; tenían ceremonias permanentes y formalistas —sobre todo los romanos—, pero no tenían un corpus de leyes sagradas ni una revelación escrita: nadie podía erigirse en portador de la ley de Dios para colocarla por encima del estado ni de las otras manifestaciones de la vida individual o colectiva. Podría sintetizarse esta manera de entender la inhibición del poder humano ante la vivencia religiosa de cada cual en aquella sentencia del césar Tiberio (14-37 d. C.) ante la acusación de violar un juramento que agravaría la condena de un reo: deorum iniurias dis curae (Tácito, Anales, 1.73.4: “que las afrentas a los dioses eran cuidado de los dioses”). En las costumbres y en las leyes existía una clara distinción entre lo sagrado y lo profano. La situación cambió radicalmente con la implantación del Imperium Romanum Christianum a partir del edicto de Milán (313 d. C.) por el emperador Constantino, y esta injerencia de lo religioso, lo personal, lo metafísico en lo político, en el plano mundanal, es, como indicó Jabob Burckhardt, el mayor cambio que se haya producido jamás en las estructuras de una sociedad humana.

            Pero volvamos a los clásicos. Un factor verdaderamente decisivo que incide en casi todo el ámbito de la cultura, desde la política hasta la enseñanza, fue la retórica, que es la técnica (ars rhetorica) que regula la construcción artística del discurso. Había sido ideada en las ciudades griegas de Sicilia a finales del siglo VI a. C., en el clima de los conflictos civiles, como una especie de formulario que facilitaba a los demandantes la exposición de sus reclamaciones. Con el movimiento de los sofistas se fue construyendo el corpus orgánico de sus enseñanzas, y durante la Atenas clásica (siglos V-IV a. C.) cobró auge la importancia de la persuasión por medio de la elocuencia en todos los planos de la vida civil. De ahí que el aprendizaje del método para una brillante y efectiva exposición hablada fuera el elemento más importante en la educación de los clases sociales que por su posición podían acceder al gobierno y por su riqueza podían prescindir de otros conocimientos técnicos o artesanales. En este enfoque sociológico, que marca el aspecto elitista o clasista, habría concomitancias con el origen de la palabra clásico. A mediados del siglo IV, en Atenas, tenemos ya perfectamente sistematizado todo /p. 110/ el cuerpo de doctrina que constituye el arte retórica, a pesar de que cada una de sus partes serán enfocadas de diferente manera por los tratadistas teóricos de la materia. La retórica se fue decantando en parte fundamental de los conocimientos dignos de un hombre libre, concepto que a su vez es el objetivo de la educación según vemos desde Aristóteles (ἐλευθερίαι ἐπιστῆμαι, Política, 1337b15) hasta Luciano de Samósata (El sueño, 1-2), pasando por los conocidos testimonios romanos de Varrón, Cicerón, Séneca, los dos Plinios, Quintiliano, de donde se designarán las artes liberales de la pedagogía medieval.

            Sobre la concepción pedagógica de Platón (427-347 a. C.), que defendía la formación científica y teórica y cuya meta era un mundo ideal del que estaban excluidos los poetas, prevaleció la tendencia propugnada por Isócrates (463-338 a. C.), un profesor de oratoria que jamás se valió de esta habilidad imprescindible para la política, pero que logrará establecer en el ideal pedagógico un predominio del arte de la palabra y de la formación retórica y, por ende, literaria que desde la Antigüedad clásica ha llegado hasta principios de nuestro siglo XX. Para Isócrates, que se había formado en la retórica de los grandes sofistas, los estudios de astronomía y geometría y demás conocimientos de esta clase contribuían solo al ejercicio mental, sin aplicación práctica o provecho común, según expuso en un discurso del 353 a. C. en defensa de su actividad privada como maestro (Antídosis, 261-262); la filosofía consistía más bien en desarrollar lo más posible la facultad humana más elevada, el lenguaje, promoviendo en los ciudadanos la capacidad de pronunciar, y sobre todo escribir, buenos discursos (Antídosis, 274-275), pues con Isócrates se da el primer caso de elaboración cuidadosa por escrito de discursos que después publicaba en forma de panfletos. Es lógico, por lo demás, que esta mezcla de mundología, diletantismo y elocuencia prevaleciera sobre el exclusivismo misántropo y sacrificado de la especulación filosófica, que tenía muy escasa aplicación práctica. La sociedad, en fin, no necesita tantos científicos como buenos profesionales y siempre ha sido más importante para el progreso y buen desarrollo de la comunidad, como dijo Ortega, el tono medio de su población que las eminentes figuras, necesariamente escasas. Un indicio del éxito de esta tendencia puede ser la distribución horaria de las enseñanzas que Aristóteles impartía en el Liceo (334 a. C.): en el perípato matutino los alumnos elegidos mediante una cuidadosa “selectividad” para las clases de física, metafísica y lógica; por la tarde, conferencias abiertas de política, retórica y dialéctica.

            Pero esta retórica que fue la más antigua téchne del mundo clásico, a causa de la reflexión que comportaba el estudio de sus partes constitutivas, de sus recursos y de sus preceptos, entrañaba en sí misma una teoría de la literatura y de la creación poética —valga la redundancia—, y, por la consecución de su objetivo, que es la persuasión, una ciencia de la comunicación humana. En principio, la retórica no afectó directamente a la poesía, en cierto modo por la diferencia formal de verso y prosa; pero dio forma y expresión a todo lo que se considera hoy sistema literario, proveyendo de los instrumentos críticos para desentrañar un rasgo fundamental de su producción que se da en todas las etapas de la literatura clásica: la estructura armónica de sus partes traspasada de una minuciosa labor de perfección. Por difícil que resulte la comprensión de una obra literaria griega o latina, se ha de tener en cuenta que cada parte responde a la intención del todo, y en la misma dificultad que manifiesta puede dar la clave de su certera interpretación. Un ejemplo, entre otros muchos pero no menos excelso, de esta estructura armónica lo tenemos en la comparación de los cantos primero y último de la Ilíada, en los cuales se transparenta una exacta dispositio simétrica de cada uno de sus seis episodios contrapesados significativamente con la disputa y altercado de Agamenón y Aquiles en el primero, para sellar la obra con la reconciliación de Príamo y Aquiles en el último. Lo cual es un argumento más para asignar toda la Ilíada a un único autor, sea Homero o algún griego del mismo nombre. En consecuencia, toda la producción escrita también en prosa acabó participando de alguna manera de los parámetros de la retórica, y así, cuando Cicerón (104-43 a. C.; vid. Fichas 134-135) define la historiografía como un género especialmente literario /p. 111/ (historia [...] opus [...] unum hoc oratorium maxime; Cicerón, Las leyes, I, 5), está expresando la concepción teórica y técnicamente literaria que sobre la misma tenía la tratadística retórica.

            Y no solo por esta coincidencia en los objetivos de la poética (arte de la imitación) y la retórica (arte de la persuasión) que era el elemento estético, expresado en la tratadística latina con el verbo delectare, comenzaron a confluir poética y retórica, sino porque las circunstancias del nuevo orden global del Principado anuló el tipo de discurso deliberativo (genus deliberatiuum) propio de la vida política y especializó la oratoria forense (genus iudiciale) en el ámbito profesional de los juristas. Fue en el género epidíctico o demostrativo, discursos de alabanza o vituperio, donde convergen oratoria y poesía intercambiándose objetivos, temas y recursos. Los oradores de la segunda sofística ya no perseguían tanto convencer como asombrar.

            Las explicaciones que proporciona el fragmento de Aulo Gelio sobre paideia y humanitas demuestran la completa asimilación de la cultura helenística por los romanos de clase elevada, fenómeno cultural del que este mismo autor con su obra Noches áticas es vivo exponente. Podemos confirmar por un gran número de testimonios que una buena parte de las clase dirigente romana fue desde la época de Cicerón una sociedad bilingüe. En ese tiempo se operó la definitiva helenización de Roma y el Lacio, como proclamó el autor que adaptó al latín la compleja métrica de la lírica griega: “Grecia conquistada cautivó a su salvaje conquistador e introdujo las artes en el inculto Lacio” (Horacio, Epístola, 2.1.156). Esta helenización se manifiesta en las corrientes de pensamiento, en la lengua y la literatura. Cuando los romanos tomaron contacto con las ciudades griegas del sur de la península itálica a principios del siglo III a. C. es el momento en que empiezan a adoptar los modos de una civilización más refinada: se debe a un esclavo griego, Livio Andronico, la primera obra literaria latina de la que se tiene noticia (240 a. C.). Después, durante la guerra de Aníbal (218-202 a. C.), la historiografía romana da sus primeros pasos en la lengua de la Hélade, en parte para contrarrestar la propaganda a favor de Cartago. A un mestizo griego itálico que aprendió más tarde latín, el poeta Quinto Ennio, se le debe la adaptación del hexámetro dactílico de la épica griega a las características de la prosodia latina. Hubo una corriente de rechazo de lo griego por parte de sectores de la nobilitas romana, demasiado apegada a una escala de valores en la que estaba del todo ausente el ideal estético y reacia, por tanto, a admitir la cultura y las costumbres de un pueblo que consideraba en decadencia; pero incluso el más eximio representante de esta postura, Catón el Censor (234-149), conocía su literatura más allá de lo que con su actitud daba atender. A finales del siglo II a. C. la cultura helénica gozaba en el ámbito romano de suficiente influencia y prestigio para que le pudieran hacer mella las eventuales coerciones de los sectores más recalcitrantes del senado. Y esto tal vez sea el hecho más afortunado de la historia antigua, que la ciudad-estado que ejercería la dominación mundial por su capacidad de violencia hiciera suya la cultura de la que había alcanzado las mayores cotas de arte, de conocimiento y de la libertad intelectual que es inseparable de la filosofía. ¿Cómo habría sido Europa, si en la Roma imperialista hubiera detentado el poder una casta puritana y misoneísta, radicalmente opuesta a las ideas de Grecia y a las creencias del Oriente helenizado? ¿Cómo habría sido aquella globalización impuesta por las legiones si no hubiera estado acompañada de un orden fundado, aun teóricamente, en la justicia?

Esculpirán otros broncíneas estatuas que blandamente respiran (tal lo creo), sacarán del mármol vivos semblantes, pronunciarán con más facundia sus discursos, y medirán con el compás los caminos del cielo prediciendo el orto /p. 112/ de los estrellas, pero tú, romano, recuerda que has de gobernar a los pueblos bajo tu poder, pues estas serán tus artes: imponer las normas a la paz, tratar benignamente a los sometidos y aniquilar a los soberbios.

Virgilio, Eneida VI 847-853:       

Excudent alii spirantia mollius aera

(credo equidem), uiuos ducent de marmore uultus,

            orabunt causas melius, caelique meatus

describent radio et surgentia sidera dicent:

tu regere imperio populos, Romane, memento

(hae tibi erunt artes), pacique imponere morem,

parcere subiectis et debellare superbos.

Sin Grecia no habría existido una literatura latina que mereciera ser considerada clásica. Este poderoso influjo originó un desarrollo anómalo de la literatura romana, como bien señaló Michael von Albrecht. La historia literaria puede verse como un proceso en el que se da un período arcaico, al cual sigue una época clásica de madurez, hasta llegar a una etapa caracterizada por el ensayo de diferentes tratamientos y géneros, búsqueda de nuevos temas, elaboración de un canon y recopilación y comentario de las obras que lo forman. La carencia de una épica tradicional romana se explica en parte por este peculiar desarrollo de su literatura, al influjo e imitación de la griega en una etapa que podríamos calificar de modernista, cuando temas y motivos se adaptaban a las nuevas condiciones sociológicas, los autores se nutrían de obras atesoradas en los museos y bibliotecas de las grandes ciudades helenísticas, y se creaban o desarrollaban géneros y formas menores, como el himno, el epilio, el epigrama, la pastoral, la elegía, el idilio y la epístola. En los comienzos de la literatura latina, el autor no es un ciudadano romano; esta condición política es un estatus que tiene que alcanzar y como principal mérito se aduce la actividad literaria. El autor cobra conciencia de su dignidad por su obra, que le sirve de justificación y fundamento racional ante la sociedad. A pesar de los obstáculos propios de la mentalidad romana y de la omnímoda influencia griega, los poetas latinos supieron dar originalidad a unos cauces literarios que ya les venían determinados por circunstancias que no les eran propias, creando la elegía amatoria subjetiva y la sátira moral, además de la gran literatura de las épocas de Cicerón y Augusto que, dicho sea de paso, es la que ha tenido más influencia en la literatura universal. Tal vez contribuyera a esta feliz adaptación el que la lengua latina, sometida en esos años a un fuerte proceso de regularización, no contaba, como la griega, con dialectos, que habían sido arrinconados por las características de su expansión militar y política, y consiguientemente estas variedades dialectales no incidían en el sistema de los géneros, tal como ocurre en la literatura griega arcaica y clásica, de modo que la diferencia de estos es sólo estilística, puesto que no radican en una tradición literaria autóctona sino en la individualidad de cada autor.

            Pese al tinte culturalista de la disquisición de Aulo Gelio sobre la Humanitas romana, alude como de pasada a su acepción en el plano ético que vemos registrada en esta misma literatura. Gayo Plinio Cecilio Segundo, cuyo nombre habría pasado a la prosopografía romana por ser un alto dignatario bajo el emperador Trajano, ocupa un lugar en la historia de la literatura universal por las cartas en las que transmitió a la posteridad su curiosa mirada entre poética y filósofa sobre la sociedad que le tocó vivir en tan alta posición. En una de ellas da rienda suelta, con cierto pudor, a la aflicción que le produce la muerte de sus esclavos, sobre todo la de los más jóvenes. Los esclavos no son personas, son cosas. “Utensilio que emite voz” (instrumentum vocale), denomina al esclavo el mismo Marco Varrón (De re rustica, I 17) que diserta sobre escultura clásica griega en el fragmento de Aulo Gelio. “¡So imbécil, conque el esclavo es un hombre, no?” (O demens, ita servus homo est? Juvenal, Sátira VI 222); así le espeta una mujer a su marido cuando muestra sus dudas en crucificar a un esclavo de la casa, en una composición literaria particularmente misógina. Sin embargo, Plinio el Joven promueve entre sus esclavos /p. 113/ que se comporten como si fuesen libres permitiéndoles un simulacro de capacidad jurídica dentro de la familia, y para designar esa benévola disposición hacia sus esclavos usa la palabra humanitas en ese sentido llano en que lo entiende la gente corriente, según se ha visto en la disquisición de Aulo Gelio.

Me consterna y me quebranta [la muerte de mis esclavos] por mor de este mismo sentimiento humano (eadem illa humanitate) que me ha inducido a permitir tales acciones. No por ello, sin embargo, querría hacerme más duro. Y no ignoro que otros, a lances de este clase, los llaman nada más que daños, y por ello se creen hombres grandes y sabios. Que no sé si serán grandes y sabios: hombres no son. Es propio del hombre verse afectado por el dolor, tener sentimientos, y, con todo, aguantar y aceptar consuelo, no prescindir del consuelo.

Plinio, Cartas VIII 16, 3: debilitor et frangor eadem illa humanitate, quae me ut hoc ipsum permitterem induxit. Non ideo tamen velim durior fieri. Nec ignoro alios eius modi casus nihil amplius vocare quam damnum eoque sibi magnos homines et sapientes videri. Qui an magni sapientesque sint nescio; homines non sunt. Hominis est enim adfici dolore, sentire, resistere tamen et solacia admittere, non solaciis non egere.

Hay más pasajes en los que Plinio utiliza el término humanitas como equivalente o traducción de paideia, o incluso mera cortesía o amabilidad, pero resalta singularmente esta acepción “humanitaria” el que la remache con una crítica contra los sistemas filosóficos que sustentaban la creencia en la ingénita desigualdad humana, aunque él no tuviera más remedio que suscribirla.

            Séneca, para denominar parecida actitud que su discípulo Lucilio exhibe con los esclavos de su casa, ha usado eruditio, el término que denota la acepción culturalista de la Humanitas, tal vez por causas estilísticas, al enfatizar de seguida la condición humana de los esclavos:

Con gusto he sabido por estos que vienen de tu parte que vives en familiaridad con tus esclavos: ello es digno de tu inteligencia, de tu cultura. Son esclavos. Pero, antes, hombres.

Séneca, Cartas a Lucilio, XLVII, 1: Libenter ex iis qui a te ueniunt cognoui familiariter te cum seruis tuis uiuere: hoc prudentiam tuam, hoc eruditionem decet. “Serui sunt.” Immo homines.

Parecería aquí que Séneca rebaja el ideal de Humanitas a mera pose intelectual —torero de la virtud lo llamó Nietzsche, con insultante actualización—, a un tópico literario, o peor aún, retórico, sin que lleguemos a generalizar que esta idea de la comunión del género humano sea una “novela hagiográfica”, poco menos que una invención piadosa de la filología clásica, según vio Paul Veyne en su por lo demás siempre perspicaz hermenéutica. En otro pasaje de las mismas Epístolas morales, ese ideal de solidaridad humana que expresa el famoso verso de El agobiado de Terencio (vid. Ficha 131) está relacionada con el principio de comunidad universal (communem humani generis societatem) que se adscribe el estoicismo, según ya había señalado Cicerón (De finibus, 3.62; De officiis, 3.28, y 118), y repercutirá en algún dogma de la teología cristiana.

Somos miembros de un cuerpo grande. La naturaleza nos ha hecho nacer parientes, puesto que nos ha engendrado desde un mismo origen y hacia el mismo fin; ella nos ha inculcado el afecto mutuo y nos ha hecho sociables; ella ha armonizado lo justo y lo legítimo; por el ordenamiento de ella, hacer daño es más digno de compasión que ser dañado; por imperativo suyo, las manos han de estar preparadas para quienes deben ser ayudados. Esté en nuestro corazón y en nuestra boca el famoso verso: “Soy un hombre: pienso que nada de lo humano me es ajeno.” [Ter. Heaut. 76] Considerémonos en común: en común hemos nacido. Nuestra sociedad es muy parecida a una bóveda de piedras, que se sostiene precisamente porque habría de caer si no se lo impidieran unas a otras.

Séneca, Cartas a Lucilio, XCV, 53-54: Membra sumus corporis magni. Natura nos cognatos edidit, cum ex isdem et in eadem gigneret; haec nobis amorem indidit mutuum et sociabiles fecit. Illa aequum iustumque composuit; ex illius constitutione miserius est nocere quam laedi; ex illius imperio paratae sint iuuandis manus. Ille uersus et in pectore et in ore sit: ‘Homo sum, humani nihil a me alienum puto.’ Habeamus in commune: in commune nati sumus. Societas nostra lapidum fornicationi simillima est, quae, casura nisi in uicem obstarent, hoc ipso sustinetur. /p. 11/

El pasaje es de lo más edificante; incluso incorpora esa apelación a las potencias racionales del alma ante las ofensas, de inequívoca filiación socrática (miserius est nocere quam laedi), que más tarde tendrá la viva expresión evangélica de poner la otra cara de la mejilla, o el controlarse por el componente neocortical del cerebro de la moderna neurología. Por consiguiente, el hombre no es un lobo para el hombre, si se le llega a conocer bien, como señaló Plauto, mitigándose ya en su origen el atrabiliario aforismo de Hobbes.

Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non nouit.

Plauto, Los asnos, 495: Un lobo es el hombre para el hombre, no un hombre, cuando no se le conoce cómo es.

El hombre puede ser un dios para el hombre si cumple con su deber, si hace lo que se espera de él, como podemos leer en un precioso fragmento que se ha conservado de las comedias de Cecilio Estacio (m. 168 a. C.):

Un dios es el hombre para el hombre, con tal que conozca su deber. Cecilio Estacio, Fragmento, 264: Homo homini deus est, si suum officium sciat.

Es la misma idea que expresa el otro Plinio en su teoría evemerista sobre los dioses y en la concepción del poder político como servicio a la comunidad del que él mismo fue una especie de mártir, aunque era ateo, al morir durante la erupción del Vesubio mientras intentaba socorrer a los damnificados al mismo tiempo que obtener elementos de juicio para el análisis del fenómeno volcánico (Plinio, Cartas, VI 16, 7-11).

Dios es para un mortal ayudar a su semejante, y éste es el camino hacia la gloria eterna. Por él marcharon los próceres romanos, por él camina ahora con paso celestial junto con sus hijos Vespasiano Augusto, el gobernante más grande de todos los tiempos, auxiliando a este mundo cansado. De ahí viene la costumbre antiquísima de conceder a quienes han prestado un gran servicio la gracia de adscribirse como tales entre los dioses; dado que también los nombres de los demás dioses y astros que antes mencioné nacieron de sus méritos para con los hombres.

Plinio, Historia natural II 18-19: Deus est mortali iuuare mortalem, et haec ad aeternam gloriam uia. Hac proceres iere Romani, hac nunc caelesti passu cum liberis suis uadit maximus omnis aeui rector Vespasianus Augustus fessis rebus subueniens. Hic est uetustissimus referendi bene merentibus gratiam mos, ut tales numinibus adscribant. Quippe et aliorum nomina deorum et quae supra retuli siderum ex hominum nata sunt meritis.

La philanthropia o benevolencia hacia los semejantes, según registra la disquisición de Aulo Gelio, llega a ser una aspiración del hombre en el mismo grado que el deseo de saber destacado por Aristóteles y el anhelo de plenitud intelectual a través del cultivo de las artes que son sustento del ideario educativo de la paideia. Encontramos la misma idea de solidaridad humana que trasluce el emblemático verso de Terencio en un pasaje de la sátira de Juvenal en la que arremete con la mayor indignación contra los fanatismos religiosos de la barbarie:

Gemimos por mandato de la naturaleza cuando nos topamos con el entierro de una muchacha joven, o cuando un niño es sepultado en la tierra, demasiado pequeño para el fuego de la hoguera. Pues ¿qué hombre de bien, digno de la antorcha misteriosa, como lo quiere el sacerdote de Ceres, cree que algún mal le es ajeno?

            Juvenal, Sátiras XV 142-9:        

            Naturae imperio gemimus, cum funus adultae

            virginis occurrit vel terra clauditur infans

140      et minor igne rogi. Quis enim bonus et face dignus

            arcana qualem Cereris volt esse sacerdos,

    ulla aliena sibi credit mala?

Aunque el famoso senario terenciano, Homo sum, humani nihil a me alienum puto, es de raigambre estoica, como bien registró Cicerón en los mismos términos (hominem ab homine ob id ipsum, quod homo sit, non alienum uideri Cic. fin. 3.63), a través de este pasaje de Juvenal se conecta con una de las enseñanzas del culto ancestral que se consagraba en Eleusis a la diosa Deméter, de cuyos misterios sólo estaban excluidos /p. 115/ los bárbaros, que no hablaban la lengua, y los asesinos, por haber quebrantado la solidaridad humana, y estos dos vetos sagrados de la religión eleusina se asemejan el sentido de comunión y comunicación en que radica la doble vertiente de humanitas, la philantropia y la paideia, apuntada en el comentario de Aulo Gelio. Esta idea de comunidad humana basada en la lengua, la educación, la cultura, antes que en la raza y en la naturaleza —en la nación dirían hoy—, estaba claramente expresada en el Panegírico, la obra maestra de Isócrates, que escribió para la Panegyris (πανήγυρις) o asamblea de toda Grecia en la centésima olimpíada (380 a. C.):

El nombre de griegos no se emplea ya para significar la raza, sino para denotar el pensamiento, y con más razón se llaman griegos aquellos que participan de nuestra cultura que los que tienen su naturaleza en común.

Isócrates, Oratio IV, 50: καὶτὸτῶν Ἑλλήνων ὄνομα πεποίηκεν μηκέτι τοῦ γένους, ἀλλὰ τῆς διανοίας δοκεῖν εἶναι, καὶ μᾶλλον Ἕλληνας καλεῖσθαιτοὺς τῆς παιδεύσεως τῆς ἡμετέρας ἢ τοὺς τῆς κοινῆς φύσεως μετέχοντας.

En esta sentencia del promotor de la educación literaria tan relevante para la presente argumentación, apenas se esboza el conflicto entre natura y ars que es inherente a la filosofía y a la idea de progreso humano, dado que, en realidad, se trata de un discurso deliberativo patriótico.

            Al hombre bueno le afectan las desgracias de sus semejantes, proclama Juvenal contra el fanatismo religioso de las masas que perpetran crímenes horribles, en el Egipto de principios del siglo II. Es lo que afirma tajantemente Plinio contra la falta de sentimientos de los poderosos ante las desgracias de los débiles (hominis est enim adfici dolore, sentire), que memorablemente está plasmado en los versos de la Eneida en que Eneas y los suyos, desterrados y náufragos, contemplan las desgracias de Troya en los bajorrelieves de las puertas del templo de aquel pueblo que jurará odio eterno a Roma. Pero ahora el poeta los vincula al sentimiento de respeto y solidaridad que les provoca el infortunio del reino de Príamo, cerrando la alocución de Eneas con uno de los versos en que cifra el hondo significado de toda su poesía:

Se paró, y llorando dijo: “¿Qué sitio hay ya, Acates, qué región de la tierra que no esté colmada de nuestras fatigas? Mira a Príamo. Aquí también hay recompensa para su gloria. Hay llantos por las cosas de la vida y la muerte de los hombres afectan a sus corazones”.

Virgilio, Eneida I, 459-462:

Constitit et lacrimans ‘quis iam locus’ inquit ‘Achate,

quae regio in terris nostri non plena laboris?

En Priamus! Sunt hic etiam sua praemia laudi.

Sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt.

            Hay un episodio en una obra literaria de nuestro tiempo, y no por literaria menos real y verdadera, donde se intuye de golpe ese hondo significado clásico de lo humano, por contraste con la atroz deshumanización que describe. Es la primera novela de memorias del escritor italiano de origen sefardí Primo Levi (1919-1987), donde narra el ignominioso traslado hacia el campo de exterminio de los prisioneros que han capturado los nazis. Una vez hecho el recuento de las seiscientas cincuenta “piezas” que forman el contingente de cautivos, trasladan a estos hasta la estación de Carpi, aún en territorio italiano:

Allí recibimos los primeros golpes: y la cosa fue tan inesperada e insensata que no sentimos ningún dolor, ni en el cuerpo ni en el alma. Sólo un estupor profundo: ¿cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?

Primo Levi, Si esto es un hombre: Qui ricevemmo i primi colpi: e la cosa fu così nuova e insensata che non provammo dolore, nel corpo né nell'anima. Soltanto uno stupore profondo: come si può percuotere un uomo senza collera?

Cólera es la palabra con que se inaugura la literatura occidental (Μῆνιν ἄειδε, θεά, Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος Homero, Ilíada 1.1: Canta, ¡oh diosa!, la cólera del Pelida Aquiles). Cólera de un guerrero despiadado que, sin embargo, se deja conmover al final del poema ante la aparición, como señaló Emilio Lledó, de la idea /p. 116/ moral, del ponerse en la situación del otro, porque lo que le ocurre al prójimo también le puede suceder a uno, y obrar en consecuencia con la dimensión humana que a partir de entonces va a recorrer toda la literatura clásica.

Publicado en: José Solís de los Santos, «¿Por qué leer a Homero? (Sala VII. Literatura Clásica)», en J. Beltrán Fortes, E. Peñalver Gómez (coords.), La Antigüedad en el Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla (Sevilla: Secretariado de Publicaciones de la Universidad, 2012) 105-119. ISBN: 978-84-472-1405-1.

Catálogo de la exposición virtual permanente de libros sobre la Antigüedad conservados en el fondo antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla http://expobus.us.es/mundoantiguo/

https://elpais.com/opinion/2023-11-01/un-posible-consuelo.html

ALBERTO MANGUEL 01 nov 2023 «Homero en la franja de Gaza»

El imperativo moral básico es aliviar el sufrimiento de las víctimas causadas por una guerra. Los clásicos de la literatura pueden enseñarnos mucho sobre la piedad

La villanía que me enseñáis, la emprenderé, y será duro, pero superaré la enseñanza. W. Shakespeare (El mercader de Venecia; acto III, escena I)

El domingo 15 de octubre, en Chicago, un hombre apuñaló a un niño de seis años e hirió gravemente a la madre del niño porque eran musulmanes. Las autoridades declararon que el ataque fue motivado por los hechos acontecidos en Israel y Gaza. Ese mismo día, António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, declaró: “En este dramático momento, cuando nos encontramos al borde del abismo en Oriente Próximo, es mi deber como secretario general de las Naciones Unidas hacer dos enérgicos llamamientos humanitarios. A Hamás, la liberación inmediata e incondicional de los rehenes. A Israel, la concesión de un acceso rápido y sin trabas a la ayuda humanitaria para hacer llegar los suministros y trabajadores humanitarios para ayudar a los civiles de Gaza. Cada uno de estos dos objetivos es válido en sí mismo. No deben convertirse en moneda de cambio y deben aplicarse simplemente porque es lo correcto”.

Lo correcto: este es el imperativo moral básico, ahora y siempre. Como sabemos desde la noche de los tiempos, la guerra trae sufrimiento a todos causado por un odio ciego hacia el otro y la sed de venganza. En la guerra, ambos bandos lanzan el grito amoral que le espetó a Unamuno el general Millán-Astray, fundador de la Legión: “¡Viva la muerte!”. En ello radica nuestro suicidio colectivo.

En medio de tanta irracionalidad, no hay soluciones prácticas. La literatura, sin embargo, podría ofrecer un ejemplo redentor. La Ilíada comienza notoriamente reconociendo la ira que alimenta la violencia asesina: “Mênin aeide, théa, Peleiadeo Achilleos”. “Canta, oh diosa, la ira de Peleo Aquiles” es una versión más o menos literal del primer verso del poema. Pero, ¿qué quería decir Homero con estas palabras?

Como lectores, sabemos que podemos intuir el significado de una verdad poética, por antigua que sea. Por ejemplo, en 1990, el Ministerio de Cultura colombiano creó un sistema de bibliotecas itinerantes para llevar libros a los habitantes de regiones rurales lejanas. Para ello, se transportaban a lomos de burros hasta la selva y la sierra sacos de libros con bolsillos de gran capacidad. Allí dejaban los libros durante varias semanas en manos de un maestro o anciano del pueblo que se convertía, de facto, en el bibliotecario encargado. La mayoría de los libros eran obras técnicas, manuales de agricultura, colecciones de patrones de costura y similares, pero también se incluían algunas obras literarias. Según un bibliotecario, los libros siempre estaban a buen recaudo. “Conozco un solo caso en el que no se haya devuelto un libro”, afirma. “Nos habíamos llevado, junto con los títulos prácticos habituales, una traducción al español de la Ilíada. Cuando llegó el momento de cambiar el libro, los aldeanos se negaron a devolverlo. Decidimos regalárselo, pero les preguntamos por qué deseaban conservar ese título en particular. Nos explicaron que la historia de Homero reflejaba la suya propia: hablaba de un país asolado por la guerra en el que dioses locos se mezclan con hombres y mujeres que nunca saben exactamente en qué consiste la lucha, ni cuándo serán felices, ni por qué los matarán”.

Quizá la Ilíada, un poema sobre los horrores y el sufrimiento de la guerra, pueda ofrecer unas palabras en respuesta a la súplica de António Guterres. En el libro final de la Ilíada, Aquiles, que ha asesinado a Héctor, quien a su vez ha asesinado a Patroclo, el querido amigo de Aquiles, acepta recibir al padre de Héctor, el rey Príamo, que viene a pedir que le permitan recuperar el cuerpo de su hijo. Es una de las escenas más conmovedoras e impactantes que conozco. De pronto, no hay diferencia entre víctima y vencedor, entre viejo y joven, entre padre e hijo. Las palabras de Príamo despiertan en Aquiles “un profundo deseo de llorar por su propio padre”, y con gran ternura aparta la mano que el anciano ha tendido para llevar a sus labios las manos del asesino de su hijo:

“Y dominados por el recuerdo

ambos hombres se entregaron al dolor. Príamo lloró

por su hijo Héctor, palpitante y vencido

a los pies de Aquiles, mientras Aquiles lloraba,

ahora por su padre, ahora nuevamente por Patroclo,

y los sollozos de ambos podían oírse por todo el recinto”.

Por último, Aquiles le dice a Príamo que ambos deben “dejar abatir sus penas en sus propios corazones”. Para Aquiles, y para Príamo, y para los campesinos colombianos, y para las víctimas de ambos lados de la tragedia de Israel y Gaza, esto podría ser, por ínfimo que sea, un consuelo. Alberto Manguel. El País, 20231101.

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