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Categoría: Debates

En el LXXX aniversario de la muerte de don Manuel Azaña. 20201103

José Solís de los Santos«Manuel Azaña, escritor», Jerez InformaciónSíntesis: Suplemento cultural de Publicaciones del Sur, nº 2, 2-I-2005, p. 12:

            Manuel Azaña, escritor

            “Don Manuel Azaña es maestro en el difícil arte de la palabra: sabe decir bien cuanto quiere decir, y es maestro en un arte más excelso que el puramente literario y mucho más difícil: sabe decir bien lo que debe decirse”. Con este elogio, Antonio Machado, ajeno a cualquier oficiosidad aduladora, ponderaba al político en precario, resaltando la inteligencia y oportunidad de la palabra como cualidad indispensable del escritor.

            Nunca nos toparemos en los escritos de Azaña con la miseria de pensamiento que reemplaza su falta con la literatura, a manera del diletantismo huero de gente “baldía, atildada y meliflua”, como dijo aquel otro alcalaíno, patriota desengañado como el que nos ocupa. Incluso su acción política la concibió como un “movimiento defensivo de la inteligencia”, que se oponía al “dominio del error”: “la dictadura militar (la de Primo) es el vacío absoluto, el apostolado de la barbarie”. Por esa misma honradez de la idea que presidía su acción, anduvo dispuesto siempre a “mandar a paseo la política y sumergirme en los libros”, haciendo protestas no ya de su desapego del poder, sino de la más leve pretensión de gloria: “Si yo hubiera sido ambicioso, ¿cree Su Señoría que me hubiese pasado bastantes años de mi vida en una biblioteca escribiendo libros que no le importan a nadie, ni a mí mismo, que los escribiera?”. “Hay quien atesora celebridad para después de la muerte. Es repulsivo, como otra forma de la avaricia”. “La más triste cosa es legar un sarcófago célebre a las profanaciones venideras”. En estas declaraciones parece resonar un alegato contra el veredicto de “escritor sin lectores”, que le propinó uno de sus antagonistas, Unamuno. Pero ya nos dijo Larra qué era escribir en España. Y Azaña demostró con creces que fue uno de los más eficaces usuarios de la palabra: sin lugar a dudas resulta ser el orador más brillante de todo el parlamentarismo español en su historia. De aquella oscura labor intelectual, que le valdría el Premio Nacional de Literatura en 1926, extraía el material que su espontáneo y acendrado verbo llegó a convertir en elocuentes monumentos de pensamiento político progresista, aunque, por desgracia, algo intempestivo. En las recientes Jornadas de Historia de Jerez sobre La Guerra Civil, alguien echó en falta que, en medio de los bandos extremos de la contienda, los rebeldes, mal llamados nacionales, y los revolucionarios, no se hubiera tenido una mención de los republicanos moderados. Y es que una buena parte del pensamiento político de aquéllos, junto con el anhelo profundamente ético del propio Azaña, “Paz, Piedad y Perdón”, han venido plasmándose en el espíritu de la Transición y en el actual sistema, o así se pregona. Pero el inmovilismo y la reacción siguen siendo patrimonio de los mismos de siempre. Léase, si no, el monumental discurso del 13 de octubre de 1931, con el que, en mitad de las discusiones sobre la nueva Constitución, despejó la cuestión religiosa con una lección de tolerancia y laicidad del que, para nuestra vergüenza, aún estamos horros; o bien el testimonio, ya desengañado en plena guerra, de uno de los personajes de La Velada en Benicarló (1937): “La base de nuestra nación ha sido siempre la intolerancia, el dogma. Los españoles expulsaron a los moros, que eran tan españoles como ellos, pero seguidores de otra fe. Así las gastan ahora los alemanes con los judíos, y eso quieren hacer con nosotros los rebeldes. ¿Por qué? Porque nosotros venimos a continuar cuanto ha sido en España pensamiento independiente y libertad de espíritu. ¿Quién no ha percibido a lo largo de nuestra historia la queja murmurante, al margen de lo ortodoxo? Somos sus herederos. Habíamos llegado a creer que la República inauguraba en España una era de independencia y respeto al pensamiento. Me temo que no ha sido así. Los rebeldes continúan el sistema español castizo de comprender la nacionalidad exterminando a los disidentes”.

            Pretender leer a Azaña sin su dimensión política —desde Alfonso X no habíamos tenido en la Península un jefe de Estado de tal talla intelectual y literaria— acaso sea un ejercicio borgiano no exento de frivolidad posmoderna, porque, si bien para valorar la literatura es menester hacer abstracción de lo que empezca el juego sutil de palabra y pensamiento, los escritos de Azaña giran en torno al conflicto del yo íntimo del autor con su circunstancia, con ese “buscar el sentido de lo que nos rodea”, que no es otra cosa que España, como la del antagonista que acuñó el tantas veces mal entendido aserto. Es ese patriotismo cabal lo que le lleva a desmantelar implacable y corrosivamente el “Idearium” de Ganivet o a calibrar las curiosas ingenuidades de Jorge Borrow.

            Afinidad ideológica aparte, leer a Azaña es sumergirse en el espectáculo de la inteligencia discursiva, de la refutación de ideas preconcebidas y de argumentos basados en perspectivas históricas espurias, del deleite en la semblanza de personajes y en la descripción de acontecimientos de los que fue protagonista, y en una forma de expresión que conecta con el más exquisito horacianismo: “en las letras el color local no lo percibo; lo vistoso me irrita; y en los modos de tratar el lenguaje, pongo al escritor que acerca nuevamente dos vocablos desgastados, y saca de ello un acorde también nuevo, delante del que va volcando en la senda trillada del estilo, palabras como pedruscos, para que tropecemos, y caigamos de bruces, y se nos acuerde lo que hemos leído”.